/ lunes 20 de agosto de 2018

“A través de los años”

VIENTOS

Estuvo en mi poder muy poco tiempo su obra cuyo título uso para esta entrega, porque el licenciado Álvaro Sáinz Calderón me la prestó conociendo mi amor por las canciones y, claro, por mi edad en donde todas esas canciones las oí en su momento, cuando calentaban las alma de los jóvenes cuyo enamoramiento apenas trascendía, por pudores del tiempo, en toque suaves de “manos sudadas” por la emoción.

Y las canciones elegidas por doña Adla, son como “chismosas” del espíritu, como cantantes al oído de recordación que ríe, canta o llora cuando te subes a una canoa espiritual y te arrullas con aquello de “a la orilla de un palmar”… o la vieja guitarra llorona que nos encantó cuando no había razón de ello, lo de “un viejo amor, ni se olvida ni se deja”… o, “bésame mucho como si fuera esta noche la última vez” o… “déjame llorar, porque hoy te perdí, queriéndote olvidar me acuerdo más de ti”…

Tantas historias, tantos amores cancelados por la fuga del tiempo y la juventud algarabienta que luego transita de un fruto a otro, como las abejas, y al final aquello que el tango amargoso lloraba: “Flaca, fané, descangallada, ceñida y coqueteando…” ¿Cómo no agradecerle a la señora Adla que en su edición nos incluya sin saberlo en esas líneas que alguna vez cantamos con liberalidad presumiendo la voz y ahora la ahogamos en el baño para no molestar a los vecinos.

Cuántas historias… cuánto tiempo.

Pero es Adla la autora, la que nació en un pueblo modesto de Coahuila, de esos que se forman junto a una estación de ferrocarril, de éste en especial que corría de San Luis Potosí a Monterrey y México: La estación “La Dalia”, y ahí nació doña Adla en 1927, apenas un año antes que yo.

Y la autora fue la sexta en la fila de 13 hijos de la pareja Dipp-Varela. ¡Cuán rica historia pueden referir los miembros supervivientes de esta hermosa familia que es de todo mi aprecio y admiración. Se me ocurre que “seguiré canturreando mis canciones ya tristes, le diré a todo el mundo lo que tú me quisiste”… ¿Quién se acuerda ahora de tales canciones que hacían “chirriar” los nervios y batirse las “ñañaras” en el estómago cuando aparecía, ahí nomás tras la esquina, la figura del amado o de la amada? Pedazos del alma se dejan en donde uno dejó enterrado el cordón umbilical. Pero lejos o cerca, el recuerdo, prendido en una canción se vuelve carne y los olores retornan a inundar el corazón. Gracias doña Adla. Con su libro he vuelto a vivir.

Que su Dios la tenga en la Gloria o en ese Edén que en cualquier Cielo que se precie de serlo, tiene. Y sin conocerla a usted, reciba, en donde esté, mi amor y mi respeto.

VIENTOS

Estuvo en mi poder muy poco tiempo su obra cuyo título uso para esta entrega, porque el licenciado Álvaro Sáinz Calderón me la prestó conociendo mi amor por las canciones y, claro, por mi edad en donde todas esas canciones las oí en su momento, cuando calentaban las alma de los jóvenes cuyo enamoramiento apenas trascendía, por pudores del tiempo, en toque suaves de “manos sudadas” por la emoción.

Y las canciones elegidas por doña Adla, son como “chismosas” del espíritu, como cantantes al oído de recordación que ríe, canta o llora cuando te subes a una canoa espiritual y te arrullas con aquello de “a la orilla de un palmar”… o la vieja guitarra llorona que nos encantó cuando no había razón de ello, lo de “un viejo amor, ni se olvida ni se deja”… o, “bésame mucho como si fuera esta noche la última vez” o… “déjame llorar, porque hoy te perdí, queriéndote olvidar me acuerdo más de ti”…

Tantas historias, tantos amores cancelados por la fuga del tiempo y la juventud algarabienta que luego transita de un fruto a otro, como las abejas, y al final aquello que el tango amargoso lloraba: “Flaca, fané, descangallada, ceñida y coqueteando…” ¿Cómo no agradecerle a la señora Adla que en su edición nos incluya sin saberlo en esas líneas que alguna vez cantamos con liberalidad presumiendo la voz y ahora la ahogamos en el baño para no molestar a los vecinos.

Cuántas historias… cuánto tiempo.

Pero es Adla la autora, la que nació en un pueblo modesto de Coahuila, de esos que se forman junto a una estación de ferrocarril, de éste en especial que corría de San Luis Potosí a Monterrey y México: La estación “La Dalia”, y ahí nació doña Adla en 1927, apenas un año antes que yo.

Y la autora fue la sexta en la fila de 13 hijos de la pareja Dipp-Varela. ¡Cuán rica historia pueden referir los miembros supervivientes de esta hermosa familia que es de todo mi aprecio y admiración. Se me ocurre que “seguiré canturreando mis canciones ya tristes, le diré a todo el mundo lo que tú me quisiste”… ¿Quién se acuerda ahora de tales canciones que hacían “chirriar” los nervios y batirse las “ñañaras” en el estómago cuando aparecía, ahí nomás tras la esquina, la figura del amado o de la amada? Pedazos del alma se dejan en donde uno dejó enterrado el cordón umbilical. Pero lejos o cerca, el recuerdo, prendido en una canción se vuelve carne y los olores retornan a inundar el corazón. Gracias doña Adla. Con su libro he vuelto a vivir.

Que su Dios la tenga en la Gloria o en ese Edén que en cualquier Cielo que se precie de serlo, tiene. Y sin conocerla a usted, reciba, en donde esté, mi amor y mi respeto.