/ jueves 12 de abril de 2018

De mundano y filósofo a Santo

VIENTOS

Estoy seguro que el 90% de la población católica mundial, con eventual oportunidad cita o hace referencia de San Agustín, pero casi es un hecho que no saben de quien se trata en lo personal.

Bien, hagamos seguimiento veloz pero breve de este insigne padre de la Iglesia Latina que nació en Tagasta, África, el año de 354 y murió en Hipona, África, también en el 430, años de nuestra era.

Su juventud y paso por Cartago fue agitada, cosa natural en muchos jóvenes y en diferentes generaciones. Es asunto natural. Sin embargo su escuela lo llevó al profesorado de Retórica, que lo pulió en el arte de la comunicación con sus semejantes, lo que terminó modelándolo como un magnífico orador. Sencillo en su lenguaje, formidable en el poder de transmisión de los valores espirituales… Con ese bagaje de preparación se fue a Roma en donde recibió la misión de enseñar en Milán. Y es en Milán en donde escucha las prédicas de San Ambrosio que le hace abjurar del maniqueísmo, lo que le da oportunidad de ser bautizado y así, Valerio, obispo de Hipona le impone las sagradas órdenes: es sacerdote.

No pasa mucho tiempo y el modesto sacerdote Agustín se desprende de todos sus bienes materiales y solo se queda con su sayal y sus zapatos y emprende su afanosa y difícil tarea de combatir las herejías de su tiempo… y las terribles angustias de su ministerio al que se le entrega con profundo respeto y amor a Dios.

Reitero su enorme capacidad oratoria que en su modestia convertía en sencillas charlas en donde su profundidad filosófica la sacaba a la superficie común para ser comprendido. Y sus explicaciones eran coincidentes con su espiritualidad, la misma que extraída de su agitada vida de juventud, hacía reflexionar a sus oidores que se convertían, con la admiración al maestro, a los caminos iluminados por el charlista que hacía con su presencia y docto lenguaje, un camino que él decía con la luz final y maravillosa de la justicia impartida por el Padre. Claro, su filosofía era una enmarcada en los cánones eclesiásticos. Por eso, pasado el tiempo y habiéndose abierto otros caminos en la búsqueda eterna de la verdad, San Agustín, ya sin poder defenderse por su ausencia terrenal, no nos pudo dejar constancia de su capacidad en el terreno de la defensa de los principios en el terreno filosofal. ¡Qué lástima!

Quisiera apuntarles a mis lectores interesados en el tema, los títulos de algunas de sus obras: “Confesiones”, quizá su obra mayúscula perfiladora de su ser intrínseco; en “Soliloquios” se desenfunda su capacidad imaginativa y descriptiva y en “La Ciudad de Dios” está dibujado en letras engarzadas como en un collar las perlas finas, la descripción de ese Dios que finalmente hará justicia a todos y ahí se instalarán solamente los espíritus buenos, limpios, no ajenos a los pecados, sino salidos de ellos, porque Dios es amor. Son obras que conmueven incluso a gente atea, como este escribidor que no es tan ateo; lo que sucede es que tiene su propio Dios, personal, único y de nadie más. Y ambos morirán al parejo: primero el espíritu y luego la carne. Pero San Agustín fue lo que fue y lo que es todavía. En tanto yo me iré y tres días después sólo seré un recuerdo y después nada…

Algún día escribiré un poco más -si el tiempo me alcanza- de este personaje que de alguna manera es mi maestro, aunque no pudo saberlo.

jaimepardoverdugo@yahoo.com.mx


VIENTOS

Estoy seguro que el 90% de la población católica mundial, con eventual oportunidad cita o hace referencia de San Agustín, pero casi es un hecho que no saben de quien se trata en lo personal.

Bien, hagamos seguimiento veloz pero breve de este insigne padre de la Iglesia Latina que nació en Tagasta, África, el año de 354 y murió en Hipona, África, también en el 430, años de nuestra era.

Su juventud y paso por Cartago fue agitada, cosa natural en muchos jóvenes y en diferentes generaciones. Es asunto natural. Sin embargo su escuela lo llevó al profesorado de Retórica, que lo pulió en el arte de la comunicación con sus semejantes, lo que terminó modelándolo como un magnífico orador. Sencillo en su lenguaje, formidable en el poder de transmisión de los valores espirituales… Con ese bagaje de preparación se fue a Roma en donde recibió la misión de enseñar en Milán. Y es en Milán en donde escucha las prédicas de San Ambrosio que le hace abjurar del maniqueísmo, lo que le da oportunidad de ser bautizado y así, Valerio, obispo de Hipona le impone las sagradas órdenes: es sacerdote.

No pasa mucho tiempo y el modesto sacerdote Agustín se desprende de todos sus bienes materiales y solo se queda con su sayal y sus zapatos y emprende su afanosa y difícil tarea de combatir las herejías de su tiempo… y las terribles angustias de su ministerio al que se le entrega con profundo respeto y amor a Dios.

Reitero su enorme capacidad oratoria que en su modestia convertía en sencillas charlas en donde su profundidad filosófica la sacaba a la superficie común para ser comprendido. Y sus explicaciones eran coincidentes con su espiritualidad, la misma que extraída de su agitada vida de juventud, hacía reflexionar a sus oidores que se convertían, con la admiración al maestro, a los caminos iluminados por el charlista que hacía con su presencia y docto lenguaje, un camino que él decía con la luz final y maravillosa de la justicia impartida por el Padre. Claro, su filosofía era una enmarcada en los cánones eclesiásticos. Por eso, pasado el tiempo y habiéndose abierto otros caminos en la búsqueda eterna de la verdad, San Agustín, ya sin poder defenderse por su ausencia terrenal, no nos pudo dejar constancia de su capacidad en el terreno de la defensa de los principios en el terreno filosofal. ¡Qué lástima!

Quisiera apuntarles a mis lectores interesados en el tema, los títulos de algunas de sus obras: “Confesiones”, quizá su obra mayúscula perfiladora de su ser intrínseco; en “Soliloquios” se desenfunda su capacidad imaginativa y descriptiva y en “La Ciudad de Dios” está dibujado en letras engarzadas como en un collar las perlas finas, la descripción de ese Dios que finalmente hará justicia a todos y ahí se instalarán solamente los espíritus buenos, limpios, no ajenos a los pecados, sino salidos de ellos, porque Dios es amor. Son obras que conmueven incluso a gente atea, como este escribidor que no es tan ateo; lo que sucede es que tiene su propio Dios, personal, único y de nadie más. Y ambos morirán al parejo: primero el espíritu y luego la carne. Pero San Agustín fue lo que fue y lo que es todavía. En tanto yo me iré y tres días después sólo seré un recuerdo y después nada…

Algún día escribiré un poco más -si el tiempo me alcanza- de este personaje que de alguna manera es mi maestro, aunque no pudo saberlo.

jaimepardoverdugo@yahoo.com.mx