/ viernes 21 de septiembre de 2018

El niño

Pensares


Nadie tiene el derecho de imponerle a otro la existencia, la carga de la vida. Esa frase fue decisiva en la vida del niño. Desde que se encontró con ella, su infancia nunca volvió a ser la misma.

La había leído en un libro que su madre tenía en su mesita de luz y le pareció importante. Aunque no entendía del todo qué significaba, aquella frase le pegó tanto que durante semanas no pudo huir de esas palabras. En la mente de un niño de 10 años la vida es la única circunstancia posible. Fuera de la vida no hay nada, no existe la muerte, no hay más países que el propio; no hay incluso otras familias.

En la mente de un niño la vida no era una carga, por eso ese instante de iluminación lo llenó de tristeza y le apagó el sol de la infancia.

-Si mi madre está leyendo esto, ya sé lo que se propone, por eso cada vez más libros de esos -se dijo el niño-. Pero las cosas no cambiaban por saberlo. Pensar en que su propia madre deseaba matarle no era sencillo de asumir, mucho menos lo era sentir que sería capaz de hacerlo con total tranquilidad para cortarlo en trocitos y esconder todos sus pedazos en el fondo del jardín, como había visto que hacían en una película.

El niño comenzó a perder el apetito y cada vez dormía peor. Su madre -enfrascada en sus asuntos- no era consciente del precipicio al que sin querer había lanzado al pequeño y no parecía preocupada por la catarata de neblina que había caído sobre el débil cuerpecito de su hijo.

Una tarde, la madre se acercó a la cama del niño: Un cuerpo diminuto, flaquísimo y con la cara amarilla, descansaba en el lugar donde ella esperaba encontrar la sonrisa de la criatura, de su criatura. Su desesperación fue rotunda. ¿Qué le ocurría? Los mejores médicos se acercaron a observar al niño, pero nadie pudo hacer nada para ayudarlo.

Desesperada, la madre intentó por todos los medios hablar con el niño:

-Pequeño ¿qué te ocurre? ¿Qué puedo hacer para ayudarte? ¿Quién te ha hecho esto? Mi niño no te me mueras.

El niño no hablaba ni comía, se estaba evaporando con la lentitud con la que desaparecen las estrellas. Ella abrió la boca y un hilo de voz irrumpió en el lúgubre silencio de la madre vestida de luto.

-“Para mí no era una carga” –le dijo-, pero te libero de la responsabilidad.

La madre no comprendió esto hasta que tres años después de la muerte del niño, encontró un cuaderno en el que el niño había copiado aquella frase.


Pensares


Nadie tiene el derecho de imponerle a otro la existencia, la carga de la vida. Esa frase fue decisiva en la vida del niño. Desde que se encontró con ella, su infancia nunca volvió a ser la misma.

La había leído en un libro que su madre tenía en su mesita de luz y le pareció importante. Aunque no entendía del todo qué significaba, aquella frase le pegó tanto que durante semanas no pudo huir de esas palabras. En la mente de un niño de 10 años la vida es la única circunstancia posible. Fuera de la vida no hay nada, no existe la muerte, no hay más países que el propio; no hay incluso otras familias.

En la mente de un niño la vida no era una carga, por eso ese instante de iluminación lo llenó de tristeza y le apagó el sol de la infancia.

-Si mi madre está leyendo esto, ya sé lo que se propone, por eso cada vez más libros de esos -se dijo el niño-. Pero las cosas no cambiaban por saberlo. Pensar en que su propia madre deseaba matarle no era sencillo de asumir, mucho menos lo era sentir que sería capaz de hacerlo con total tranquilidad para cortarlo en trocitos y esconder todos sus pedazos en el fondo del jardín, como había visto que hacían en una película.

El niño comenzó a perder el apetito y cada vez dormía peor. Su madre -enfrascada en sus asuntos- no era consciente del precipicio al que sin querer había lanzado al pequeño y no parecía preocupada por la catarata de neblina que había caído sobre el débil cuerpecito de su hijo.

Una tarde, la madre se acercó a la cama del niño: Un cuerpo diminuto, flaquísimo y con la cara amarilla, descansaba en el lugar donde ella esperaba encontrar la sonrisa de la criatura, de su criatura. Su desesperación fue rotunda. ¿Qué le ocurría? Los mejores médicos se acercaron a observar al niño, pero nadie pudo hacer nada para ayudarlo.

Desesperada, la madre intentó por todos los medios hablar con el niño:

-Pequeño ¿qué te ocurre? ¿Qué puedo hacer para ayudarte? ¿Quién te ha hecho esto? Mi niño no te me mueras.

El niño no hablaba ni comía, se estaba evaporando con la lentitud con la que desaparecen las estrellas. Ella abrió la boca y un hilo de voz irrumpió en el lúgubre silencio de la madre vestida de luto.

-“Para mí no era una carga” –le dijo-, pero te libero de la responsabilidad.

La madre no comprendió esto hasta que tres años después de la muerte del niño, encontró un cuaderno en el que el niño había copiado aquella frase.


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