/ viernes 27 de noviembre de 2020

El pacto se cumple

1. Arrumacos y agradecimientos. La preparación para el ungimiento de López Obrador a la Presidencia fue tersa, llena de charlas privadas y poses públicas con Peña Nieto. Juntos paseando con soltura por Palacio Nacional. En esos momentos no parecía ser aquel hombre que “mandó a volar a sus instituciones”, que tomó la avenida Reforma y gritaba en las plazas públicas que acabaría con la “minoría rapaz”. Para nada.

Ahora desbordaba sonrisas y daba palmadas afectuosas al mexiquense. Tan distintos, pero tan parecidos. Su lenguaje corporal exhibía la plenitud del inminente e inmenso poder que tendría. Como toda transición implicó acuerdos más allá de las formalidades burocráticas. Ahí se cimentó, como suele suceder, el pacto no escrito.

2. Alabanzas y simbolismos. El primero de diciembre de 2018, en la “Duma” de San Lázaro, se dieron agradecimientos y guiños entre AMLO y Peña, todo en cadena nacional. El tabasqueño enfatizó su reconocimiento al Presidente saliente por “no haber usado los recursos del gobierno para afectar nuestra campaña”. La galería aplaudía a rabiar. Todo era dulzura y amnesia momentanea. Para llenar de color el momento, un diazordacista le colocaba la banda al nuevo Presidente.

La historia no tiene importancia. Lo único trascendente era el arribo de un nuevo caudillo. Así, el acuerdo se selló frente a la clase política.

3. La conversión. Una vez en el poder real, el exjefe de gobierno desplegó su verdadero rostro. Promesas vacías y discursos agresivos contra sus críticos. A la fecha, su enorme virulencia supera la imaginación. Hoy su promesa principal de “acabar” con la corrupción es una bandera descolorida. Únicamente protege a los suyos y no atina a dar golpes “espectaculares”. A Genaro y Cienfuegos los detuvo la DEA y no su gobierno. Exprime a Lozoya, pero no da frutos sustanciales. Tomó a Rosario Robles como rehén, hasta cedió para participar en la ceremonia de linchamientos y venganzas.

El único objetivo es apuntar hacia Videgaray para tapar sus graves errores durante la crisis sanitaria y los reflectores no visibilicen a los miles de muertos por Covid, ni al incremento de la precarización laboral y el desempleo, tampoco a los pésimos resultados en materia de seguridad y el desamparo que sufren los habitantes de las comunidades indígenas de Tabasco, después de su decisión de inundarlas.

A AMLO le urge un gran trofeo. Y Robles, en su desesperación, le ayuda, como si Videgaray y otros se mandaran solos en un país groseramente presidencialista. El pacto se cumple. Nada contra Peña. Por ahora.

1. Arrumacos y agradecimientos. La preparación para el ungimiento de López Obrador a la Presidencia fue tersa, llena de charlas privadas y poses públicas con Peña Nieto. Juntos paseando con soltura por Palacio Nacional. En esos momentos no parecía ser aquel hombre que “mandó a volar a sus instituciones”, que tomó la avenida Reforma y gritaba en las plazas públicas que acabaría con la “minoría rapaz”. Para nada.

Ahora desbordaba sonrisas y daba palmadas afectuosas al mexiquense. Tan distintos, pero tan parecidos. Su lenguaje corporal exhibía la plenitud del inminente e inmenso poder que tendría. Como toda transición implicó acuerdos más allá de las formalidades burocráticas. Ahí se cimentó, como suele suceder, el pacto no escrito.

2. Alabanzas y simbolismos. El primero de diciembre de 2018, en la “Duma” de San Lázaro, se dieron agradecimientos y guiños entre AMLO y Peña, todo en cadena nacional. El tabasqueño enfatizó su reconocimiento al Presidente saliente por “no haber usado los recursos del gobierno para afectar nuestra campaña”. La galería aplaudía a rabiar. Todo era dulzura y amnesia momentanea. Para llenar de color el momento, un diazordacista le colocaba la banda al nuevo Presidente.

La historia no tiene importancia. Lo único trascendente era el arribo de un nuevo caudillo. Así, el acuerdo se selló frente a la clase política.

3. La conversión. Una vez en el poder real, el exjefe de gobierno desplegó su verdadero rostro. Promesas vacías y discursos agresivos contra sus críticos. A la fecha, su enorme virulencia supera la imaginación. Hoy su promesa principal de “acabar” con la corrupción es una bandera descolorida. Únicamente protege a los suyos y no atina a dar golpes “espectaculares”. A Genaro y Cienfuegos los detuvo la DEA y no su gobierno. Exprime a Lozoya, pero no da frutos sustanciales. Tomó a Rosario Robles como rehén, hasta cedió para participar en la ceremonia de linchamientos y venganzas.

El único objetivo es apuntar hacia Videgaray para tapar sus graves errores durante la crisis sanitaria y los reflectores no visibilicen a los miles de muertos por Covid, ni al incremento de la precarización laboral y el desempleo, tampoco a los pésimos resultados en materia de seguridad y el desamparo que sufren los habitantes de las comunidades indígenas de Tabasco, después de su decisión de inundarlas.

A AMLO le urge un gran trofeo. Y Robles, en su desesperación, le ayuda, como si Videgaray y otros se mandaran solos en un país groseramente presidencialista. El pacto se cumple. Nada contra Peña. Por ahora.

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