/ lunes 21 de mayo de 2018

Estrategias

¿Es correcto llamar “ratas” a los políticos?


De acuerdo con distintas organizaciones protectoras de los derechos humanos, la respuesta es no. Aducen que el uso de cualquier calificativo peyorativo y degradante contra cualesquier grupo promueve el discurso de odio, mismo que polariza a las sociedades y las vuelve intolerantes.

Wikipedia considera que dicho discurso (hate speech en inglés) “es la acción comunicativa que tiene como objetivo promover y alimentar un dogma, cargado de connotaciones discriminatorias, que atenta contra la dignidad de un grupo de individuos. Dicho discurso es propagado con intención maligna​ para incitar al interlocutor o lector a que lleve a cabo acciones destructivas en contra de un grupo, por lo general históricamente discriminado”.

Hasta ahora no existen criterios universalmente aceptados que permitan definir cuando un discurso constituye uno de odio, lo que hace que el tema sea altamente controversial. Y si bien algunos estudiosos han propuesto fórmulas tendientes a identificar cuando se presenta, las bases para ello continúan en debate.

Uno de los criterios en los que sí hay consenso es referente a que el discurso debe estar orientado a humillar, denigrar o discriminar a un grupo en “situación de vulnerabilidad tipificado”, es decir, que históricamente haya estado sujeto a este tipo de maltrato (como la que sufren algunos por su origen racial, religión que profesan, preferencias sexuales, etc.).

En lo personal, considero que los políticos no encajan en esta última condición, por lo que hablar mal de ellos no califica como discurso de odio. Más bien, es resultado de la percepción que ellos mismos han alojado en la sociedad con su mal actuar a lo largo de los años.

También hay que resaltar que la línea que separa el discurso de odio y libertad de expresión es sumamente delgada.

El Diccionario de la Real Academia Española establece que la palabra “rata” se utiliza coloquialmente (en el lenguaje cotidiano) para referirse a una “persona despreciable” o un “ladrón”. Lamentablemente la mayoría de los políticos mexicanos se han ganado a pulso ambos calificativos, pues son minoría aquellos que pueden demostrar ser honestos, tener ética o llevar un estilo de vida legal y moralmente aceptable. Y en especial, que hayan confirmado su compromiso con la verdad y no haber traicionado la confianza que les confirió una sociedad sedienta de libertad, equidad y justicia.

En mi opinión, cuando el colectivo utiliza cualquier tipo de expresión para humillar y denigrar a sus gobernantes, solo ejercita su libertad de expresión. Y quienes gobiernan deben tener cuidado de que ello no sea preludio al supremo derecho de todo pueblo a rebelarse contra la tiranía y la opresión, principio consagrado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU).

Los mexicanos estamos dolidos y hartos de los abusos cometidos por la clase política. Y no veo razones para dejar de manifestar dicha inconformidad, aunque ello signifique utilizar calificativos que puedan traducirse en acabar o al menos disminuir el viacrucis al que hemos sido sometidos por décadas. Y quien lo dude, solo debe meditar si prefiere que la sociedad libere su malestar lanzando palabras altisonantes o lo haga con hechos sangrientos.

La percepción de corrupción e impunidad que impera en el país no es producto de una distorsión de la realidad colectiva, como algunos quisieran que creyéramos. Es resultado de delitos que han cometido personas con nombre y apellido, sin que hayan sido sometidas a rendición de cuentas hasta ahora.

El refrán popular que dice: “Tanto peca el que mata la vaca como el que le agarra la pata”, refleja más que nunca el sentir generalizado de una responsabilidad compartida, lo mismo entre funcionarios de nivel superior de la administración pública, de quienes ocupan cargos de elección popular y los partidos políticos, compromiso que ninguno ha querido asumir. Y esto se comprueba con el tortuguismo para aplicar el marco legal que podría remediar la situación, como sucede con el Sistema Nacional Anticorrupción (SNA).

Si los políticos quieren que la sociedad los perciba como parte de la solución y no el problema, entonces deben aplicar cambios de fondo en cuanto a su forma de ser y actuar. Para empezar, respetar y trabajar para fortalecer el Estado de Derecho, de tal manera que se apliquen castigos ejemplares a todo aquel que delinque con el poder público, sin excepción. Sólo así podrán evitar que el pueblo los llame “ratas”. En caso contrario, lo menos que pueden hacer es aguantarse.

¿Es correcto llamar “ratas” a los políticos?


De acuerdo con distintas organizaciones protectoras de los derechos humanos, la respuesta es no. Aducen que el uso de cualquier calificativo peyorativo y degradante contra cualesquier grupo promueve el discurso de odio, mismo que polariza a las sociedades y las vuelve intolerantes.

Wikipedia considera que dicho discurso (hate speech en inglés) “es la acción comunicativa que tiene como objetivo promover y alimentar un dogma, cargado de connotaciones discriminatorias, que atenta contra la dignidad de un grupo de individuos. Dicho discurso es propagado con intención maligna​ para incitar al interlocutor o lector a que lleve a cabo acciones destructivas en contra de un grupo, por lo general históricamente discriminado”.

Hasta ahora no existen criterios universalmente aceptados que permitan definir cuando un discurso constituye uno de odio, lo que hace que el tema sea altamente controversial. Y si bien algunos estudiosos han propuesto fórmulas tendientes a identificar cuando se presenta, las bases para ello continúan en debate.

Uno de los criterios en los que sí hay consenso es referente a que el discurso debe estar orientado a humillar, denigrar o discriminar a un grupo en “situación de vulnerabilidad tipificado”, es decir, que históricamente haya estado sujeto a este tipo de maltrato (como la que sufren algunos por su origen racial, religión que profesan, preferencias sexuales, etc.).

En lo personal, considero que los políticos no encajan en esta última condición, por lo que hablar mal de ellos no califica como discurso de odio. Más bien, es resultado de la percepción que ellos mismos han alojado en la sociedad con su mal actuar a lo largo de los años.

También hay que resaltar que la línea que separa el discurso de odio y libertad de expresión es sumamente delgada.

El Diccionario de la Real Academia Española establece que la palabra “rata” se utiliza coloquialmente (en el lenguaje cotidiano) para referirse a una “persona despreciable” o un “ladrón”. Lamentablemente la mayoría de los políticos mexicanos se han ganado a pulso ambos calificativos, pues son minoría aquellos que pueden demostrar ser honestos, tener ética o llevar un estilo de vida legal y moralmente aceptable. Y en especial, que hayan confirmado su compromiso con la verdad y no haber traicionado la confianza que les confirió una sociedad sedienta de libertad, equidad y justicia.

En mi opinión, cuando el colectivo utiliza cualquier tipo de expresión para humillar y denigrar a sus gobernantes, solo ejercita su libertad de expresión. Y quienes gobiernan deben tener cuidado de que ello no sea preludio al supremo derecho de todo pueblo a rebelarse contra la tiranía y la opresión, principio consagrado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU).

Los mexicanos estamos dolidos y hartos de los abusos cometidos por la clase política. Y no veo razones para dejar de manifestar dicha inconformidad, aunque ello signifique utilizar calificativos que puedan traducirse en acabar o al menos disminuir el viacrucis al que hemos sido sometidos por décadas. Y quien lo dude, solo debe meditar si prefiere que la sociedad libere su malestar lanzando palabras altisonantes o lo haga con hechos sangrientos.

La percepción de corrupción e impunidad que impera en el país no es producto de una distorsión de la realidad colectiva, como algunos quisieran que creyéramos. Es resultado de delitos que han cometido personas con nombre y apellido, sin que hayan sido sometidas a rendición de cuentas hasta ahora.

El refrán popular que dice: “Tanto peca el que mata la vaca como el que le agarra la pata”, refleja más que nunca el sentir generalizado de una responsabilidad compartida, lo mismo entre funcionarios de nivel superior de la administración pública, de quienes ocupan cargos de elección popular y los partidos políticos, compromiso que ninguno ha querido asumir. Y esto se comprueba con el tortuguismo para aplicar el marco legal que podría remediar la situación, como sucede con el Sistema Nacional Anticorrupción (SNA).

Si los políticos quieren que la sociedad los perciba como parte de la solución y no el problema, entonces deben aplicar cambios de fondo en cuanto a su forma de ser y actuar. Para empezar, respetar y trabajar para fortalecer el Estado de Derecho, de tal manera que se apliquen castigos ejemplares a todo aquel que delinque con el poder público, sin excepción. Sólo así podrán evitar que el pueblo los llame “ratas”. En caso contrario, lo menos que pueden hacer es aguantarse.