/ martes 22 de diciembre de 2020

La conspiración que mata

Cruzando líneas

Arizona.- Cuando Lydia enterró a su hermana maldijo la pandemia. Pensó que su familia ya había sentido todo lo peor que el coronavirus podía causar, hasta que ella y su esposo se contagiaron.

Vivían en Estados Unidos sin documentos, sin seguro médico y sin un ingreso fijo, pero sanos… hasta ahora. Nunca se habían sentido tan vulnerables. Hay días que la mexicana siente que no librará la batalla; tose sin parar, no puede respirar y la fiebre la tumba en cama. Hay otros en los que la levanta la esperanza y su fe. Pero no va al hospital porque le da miedo terminar entubada y que después la desconecten, como lo hicieron con Laura.

Terminar en cuidados intensivos es “un lujo” que no se puede dar; además le da pavor la muerte y dejar a sus tres hijos huérfanos. Así que se aguanta, se cobija y se llena de tés. Esto pasará, piensa. Saldremos de ésta más fuerte, se consuela. Pero ve a su esposo jadear y suelta el llanto. Diosito, ¡apiádate de nosotros!

Han pasado dos semanas desde la última vez que vio en persona a sus hijos. En cuanto obtuvo su resultado positivo -y ellos salieron negativo- los mandó con sus parientes para que no se contagiaran. Si estuvieran vacunados sería distinto, reflexiona. Pero probablemente serán de los últimos en la lista: Son jóvenes, sanos y están fuertes.

La fiebre de Lydia le ha quitado el sueño. Parece no mejorar. Desvaría y piensa en las vacunas, la segunda -¿o tercera?- ola que vive Arizona y en cómo un instante la convirtió en estadística estatal. Ella, que ya se vistió de luto por el coronavirus y sufre los estragos del contagio, quisiera que la gente hablara menos de chips o rastreadores en la vacuna, del complot de los fetos o de los murciélagos. Pero siente que nada contracorriente y no le alcanza el aliento.

En Estados Unidos la población está dividida. Son muchos los que aún no saben si se pondrán la vacuna, esperarán o dejarán que la naturaleza siga su curso. Las teorías de conspiración han cimbrado la confianza pública. Es más fácil creer lo que algunos dicen en Internet, que tener la voluntad y determinación científica para investigarlo.

Mientras tanto, esta semana llegó el primer cargamento de casi 400 mil vacunas contra el coronavirus a Arizona. El primero en recibirla fue un veterano de guerra y con ello puso un ejemplo que -espera- miles sigan. Las autoridades de Salud saben que se acabarán pronto y esperan que el próximo año se distribuyan más para lograr una inmunidad colectiva que aún se ve muy lejana. Pero no hay vacuna para el miedo, la desinformación y la indiferencia; esa es la que necesitamos para que esta pandemia no sea eterna.

Cruzando líneas

Arizona.- Cuando Lydia enterró a su hermana maldijo la pandemia. Pensó que su familia ya había sentido todo lo peor que el coronavirus podía causar, hasta que ella y su esposo se contagiaron.

Vivían en Estados Unidos sin documentos, sin seguro médico y sin un ingreso fijo, pero sanos… hasta ahora. Nunca se habían sentido tan vulnerables. Hay días que la mexicana siente que no librará la batalla; tose sin parar, no puede respirar y la fiebre la tumba en cama. Hay otros en los que la levanta la esperanza y su fe. Pero no va al hospital porque le da miedo terminar entubada y que después la desconecten, como lo hicieron con Laura.

Terminar en cuidados intensivos es “un lujo” que no se puede dar; además le da pavor la muerte y dejar a sus tres hijos huérfanos. Así que se aguanta, se cobija y se llena de tés. Esto pasará, piensa. Saldremos de ésta más fuerte, se consuela. Pero ve a su esposo jadear y suelta el llanto. Diosito, ¡apiádate de nosotros!

Han pasado dos semanas desde la última vez que vio en persona a sus hijos. En cuanto obtuvo su resultado positivo -y ellos salieron negativo- los mandó con sus parientes para que no se contagiaran. Si estuvieran vacunados sería distinto, reflexiona. Pero probablemente serán de los últimos en la lista: Son jóvenes, sanos y están fuertes.

La fiebre de Lydia le ha quitado el sueño. Parece no mejorar. Desvaría y piensa en las vacunas, la segunda -¿o tercera?- ola que vive Arizona y en cómo un instante la convirtió en estadística estatal. Ella, que ya se vistió de luto por el coronavirus y sufre los estragos del contagio, quisiera que la gente hablara menos de chips o rastreadores en la vacuna, del complot de los fetos o de los murciélagos. Pero siente que nada contracorriente y no le alcanza el aliento.

En Estados Unidos la población está dividida. Son muchos los que aún no saben si se pondrán la vacuna, esperarán o dejarán que la naturaleza siga su curso. Las teorías de conspiración han cimbrado la confianza pública. Es más fácil creer lo que algunos dicen en Internet, que tener la voluntad y determinación científica para investigarlo.

Mientras tanto, esta semana llegó el primer cargamento de casi 400 mil vacunas contra el coronavirus a Arizona. El primero en recibirla fue un veterano de guerra y con ello puso un ejemplo que -espera- miles sigan. Las autoridades de Salud saben que se acabarán pronto y esperan que el próximo año se distribuyan más para lograr una inmunidad colectiva que aún se ve muy lejana. Pero no hay vacuna para el miedo, la desinformación y la indiferencia; esa es la que necesitamos para que esta pandemia no sea eterna.