/ sábado 6 de julio de 2019

La niña ciega

PENSARES

Qué ciego es el mundo, madre; qué ciegos los hombres son; piensan, madre, que no existe más luz que la luz del sol. Al cruzar los paseos cuando por las calles voy, oigo que hombres y mujeres de mí tienen compasión; que juntándose uno a otro hablan bajando la voz y dicen: Pobre ciega que no ve la luz del sol.

Mas yo no soy ciega, madre; no soy ciega, no; hay en mí una luz divina que brilla en mi corazón. El sol que a mí me ilumina es de eterno resplandor. Mis ojos, madre, son ciegos, pero mi espíritu no. Cristo es mi luz, es el día cuyo brillante arrebol no se apaga de la noche en el sombrío crespón. Tal vez por eso no hiere el mundo mi corazón cuando dicen: Pobre ciega que no ve la luz del sol.

Hay muchos que ven el cielo y el transparente color de las nubes; de los mares la perpetua agitación, mas cuyos ojos no alcanzan a descubrir al Señor que tiene leyes eternas que sujetan a la creación. No veo lo que ellos ven, ni ellos lo que veo yo; ellos ven la luz del mundo, yo veo la luz de Jesús. Y siempre que ellos murmuran “pobre ciega”, digo yo: Pobres ciegos que no ven más luz que la luz del sol.

Él se sentó a esperar bajo la sombra de un árbol lleno de flores lilas, pero un señor rico le preguntó: Joven ¿qué hace usted aquí, sentado bajo ese árbol en lugar de intentar conquistarme? Y el hombre le contestó: Espero. Pasó un joven y le preguntó: Señor, ¿qué hace usted aquí, sentado bajo este árbol en lugar de jugar? Y el hombre le contestó: Espero. Pasó la madre y le preguntó: Hijo mío, ¿qué haces sentado bajo este árbol en lugar de tratar de ser feliz? El hombre le contestó: Espero.

Ella salió de su casa dispuesta a buscar; cruzó la calle, atravesó la plaza y pasó junto al árbol florecido; miró rápidamente al hombre, al árbol, pero no se detuvo, había salido a buscar y tenía prisa. Él la vio pasar y le sonrió. La vio alejarse hasta hacerse un punto pequeño y desaparecer y se quedó mirando el suelo nevado de lilas. Ella fue a buscar por el mundo entero.

En el Norte había un hombre con los ojos de agua. Ella le preguntó: ¿Eres quien busco? Lo siento, pero no, me voy -dijo el hombre con los ojos de agua- y se marchó. En el Este había un hombre con las manos de seda. ¿Eres quien busco? Lo siento, pero no –dijo el hombre- y se marchó. En el Oeste había un hombre con los pies de alas. Ella le preguntó: ¿Eres quien busco? Te esperaba hace tiempo, ahora no -dijo el hombre- y se marchó.

Ella siguió buscando por el mundo entero. Una tarde subiendo una cuesta encontró a una gitana. La gitana la miró y le dijo: El que buscas te espera en el banco de una plaza. Ella recordó al hombre con los ojos de agua, al hombre que tenía las manos de seda, el de los pies de alas, al que tenía la voz quebrada y después se acordó de una plaza y de un árbol con las flores lilas y de aquel hombre que sentado a su sombra le había sonreído al pasar.

Dio media vuelta y empezó a caminar sobre sus pasos; bajó la cuesta y atravesó el mundo entero. Llegó a su pueblo, cruzó la plaza, caminó hasta el árbol florecido de lilas y le preguntó al hombre que estaba sentado en su sombra: ¿Qué haces sentado bajo ese árbol? El hombre que estaba sentado en el banco de la plaza le dijo con la voz quebrada: Te espero. Después levantó la cabeza y vio que tenía los ojos de agua, le acarició la cara y se dio cuenta que tenía las manos de seda, la invitó a volar con él y ella supo que tenía también los pies de alas.

Cuántas veces recorremos el mundo buscando lo que necesitamos. A veces la distancia parece nuestro mejor aliado para la solución de nuestros problemas. Salimos de nuestra casa tan ciegos que pasamos por encima de la felicidad que estamos buscando sin darnos cuenta.

PENSARES

Qué ciego es el mundo, madre; qué ciegos los hombres son; piensan, madre, que no existe más luz que la luz del sol. Al cruzar los paseos cuando por las calles voy, oigo que hombres y mujeres de mí tienen compasión; que juntándose uno a otro hablan bajando la voz y dicen: Pobre ciega que no ve la luz del sol.

Mas yo no soy ciega, madre; no soy ciega, no; hay en mí una luz divina que brilla en mi corazón. El sol que a mí me ilumina es de eterno resplandor. Mis ojos, madre, son ciegos, pero mi espíritu no. Cristo es mi luz, es el día cuyo brillante arrebol no se apaga de la noche en el sombrío crespón. Tal vez por eso no hiere el mundo mi corazón cuando dicen: Pobre ciega que no ve la luz del sol.

Hay muchos que ven el cielo y el transparente color de las nubes; de los mares la perpetua agitación, mas cuyos ojos no alcanzan a descubrir al Señor que tiene leyes eternas que sujetan a la creación. No veo lo que ellos ven, ni ellos lo que veo yo; ellos ven la luz del mundo, yo veo la luz de Jesús. Y siempre que ellos murmuran “pobre ciega”, digo yo: Pobres ciegos que no ven más luz que la luz del sol.

Él se sentó a esperar bajo la sombra de un árbol lleno de flores lilas, pero un señor rico le preguntó: Joven ¿qué hace usted aquí, sentado bajo ese árbol en lugar de intentar conquistarme? Y el hombre le contestó: Espero. Pasó un joven y le preguntó: Señor, ¿qué hace usted aquí, sentado bajo este árbol en lugar de jugar? Y el hombre le contestó: Espero. Pasó la madre y le preguntó: Hijo mío, ¿qué haces sentado bajo este árbol en lugar de tratar de ser feliz? El hombre le contestó: Espero.

Ella salió de su casa dispuesta a buscar; cruzó la calle, atravesó la plaza y pasó junto al árbol florecido; miró rápidamente al hombre, al árbol, pero no se detuvo, había salido a buscar y tenía prisa. Él la vio pasar y le sonrió. La vio alejarse hasta hacerse un punto pequeño y desaparecer y se quedó mirando el suelo nevado de lilas. Ella fue a buscar por el mundo entero.

En el Norte había un hombre con los ojos de agua. Ella le preguntó: ¿Eres quien busco? Lo siento, pero no, me voy -dijo el hombre con los ojos de agua- y se marchó. En el Este había un hombre con las manos de seda. ¿Eres quien busco? Lo siento, pero no –dijo el hombre- y se marchó. En el Oeste había un hombre con los pies de alas. Ella le preguntó: ¿Eres quien busco? Te esperaba hace tiempo, ahora no -dijo el hombre- y se marchó.

Ella siguió buscando por el mundo entero. Una tarde subiendo una cuesta encontró a una gitana. La gitana la miró y le dijo: El que buscas te espera en el banco de una plaza. Ella recordó al hombre con los ojos de agua, al hombre que tenía las manos de seda, el de los pies de alas, al que tenía la voz quebrada y después se acordó de una plaza y de un árbol con las flores lilas y de aquel hombre que sentado a su sombra le había sonreído al pasar.

Dio media vuelta y empezó a caminar sobre sus pasos; bajó la cuesta y atravesó el mundo entero. Llegó a su pueblo, cruzó la plaza, caminó hasta el árbol florecido de lilas y le preguntó al hombre que estaba sentado en su sombra: ¿Qué haces sentado bajo ese árbol? El hombre que estaba sentado en el banco de la plaza le dijo con la voz quebrada: Te espero. Después levantó la cabeza y vio que tenía los ojos de agua, le acarició la cara y se dio cuenta que tenía las manos de seda, la invitó a volar con él y ella supo que tenía también los pies de alas.

Cuántas veces recorremos el mundo buscando lo que necesitamos. A veces la distancia parece nuestro mejor aliado para la solución de nuestros problemas. Salimos de nuestra casa tan ciegos que pasamos por encima de la felicidad que estamos buscando sin darnos cuenta.

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