/ martes 31 de marzo de 2020

Los cuentacuentos

CRUZANDO LÍNEAS

Arizona.- En algún momento yo también pensé que todo esto era una exageración; que pasaría, como lo hace todo. Creí que el hombre encontraría la manera de imponerse a la naturaleza, no sé, qué ingenua, pero a veces lo hace. Viví lo mismo que muchos: Me envolví en una burbuja de negación disfrazada de positivismo; por un corto tiempo engañé a mis demonios. Pero no. No hay cómo sobornar a una pandemia.

Seguimos en la encerrona. Llevamos más de una semana aislados y nos faltan al menos tres más. Qué eterno… y qué bueno. He aprendido – a la mala- lo relativo que puede ser el tiempo; cómo se desnudan los minutos con recuerdos y cómo usan los instantes para asaltarte.

Hace tres años y medio también estuve confinada a la sala, pero no por placer. Tuve un accidente. Me chocaron y me dejé de mover. Nada ha vuelto a ser igual, ¡nada! No sé aún si haya sido bueno o malo; aún no dejo de andar el camino a la recuperación, vivo entre aeropuertos y quirófanos; con terapias y esteroides. Todavía me duele todo, a veces el cuello, y otras, el corazón. Hay días en los que me siento invencible y otros en los que más valiente que hago es levantarme de la cama. Así como hoy.

Entre quejidos silenciosos y un par de analgésicos me di cuenta que la pandemia es como el freno de mano; la detención -obligada y abrupta- para reencontrar la paz. Si el mundo se para, yo puedo hacerlo también… y tú.

Aun así, se me va el día cazando historias y contando cuentos. Sí. Así de bonito es mi aislamiento. Madrugo todos los días para devorar los últimos detalles de la pandemia, mando un par de correos electrónicos y empiezo mi acoso textual a las fuentes. Antes de la primera taza de café hago unos dos o tres enlaces telefónicos y al menos una propuesta de historia. Escribo. Sumo, cuento, dibujo, rezongo y le doy clases a mis hijos. Y luego dejamos la seriedad.

Nos arrinconamos en su cuarto y dejamos a la imaginación volar. Nos disfrazamos y leemos cuentos… ahora también los contamos… a todos los niños del mundo, dijo Matías. Dejamos que Facebook nos acerque a los que tenemos tan lejos. Los abrazamos con emojis y carcajadas, con sonidos de animales y un colorín colorado; los abrazamos así, porque quién sabe cuándo podamos sentir su calor cerquita de nuevo. Así nos gastamos las horas. Somos los cuentacuentos.

Quizá algún día contemos juntos el de esta pandemia y en cómo las letras nos salvaron. Ellos no lo saben, pero mientras corren vestidos como Batman y Blanca Nieves, afuera la gente se está muriendo. Nuestro hogar es nuestra fortaleza y nuestros brazos el asilo... Ellos piensan que estamos luchando contra el malvado villano del coronavirus, cuando en realidad me están salvando -en cuarentena- de otro frenón drástico.

Ahora pienso distinto. No, no es exageración. Hay que cuidar mucho los ojos, la nariz, la boca, las manos, la inocencia, la alegría y el corazón, para que no se nos contagien de la indiferencia ajena, esa que no hace mucho fue nuestra.

maritzalizethfelix@gmail.com


CRUZANDO LÍNEAS

Arizona.- En algún momento yo también pensé que todo esto era una exageración; que pasaría, como lo hace todo. Creí que el hombre encontraría la manera de imponerse a la naturaleza, no sé, qué ingenua, pero a veces lo hace. Viví lo mismo que muchos: Me envolví en una burbuja de negación disfrazada de positivismo; por un corto tiempo engañé a mis demonios. Pero no. No hay cómo sobornar a una pandemia.

Seguimos en la encerrona. Llevamos más de una semana aislados y nos faltan al menos tres más. Qué eterno… y qué bueno. He aprendido – a la mala- lo relativo que puede ser el tiempo; cómo se desnudan los minutos con recuerdos y cómo usan los instantes para asaltarte.

Hace tres años y medio también estuve confinada a la sala, pero no por placer. Tuve un accidente. Me chocaron y me dejé de mover. Nada ha vuelto a ser igual, ¡nada! No sé aún si haya sido bueno o malo; aún no dejo de andar el camino a la recuperación, vivo entre aeropuertos y quirófanos; con terapias y esteroides. Todavía me duele todo, a veces el cuello, y otras, el corazón. Hay días en los que me siento invencible y otros en los que más valiente que hago es levantarme de la cama. Así como hoy.

Entre quejidos silenciosos y un par de analgésicos me di cuenta que la pandemia es como el freno de mano; la detención -obligada y abrupta- para reencontrar la paz. Si el mundo se para, yo puedo hacerlo también… y tú.

Aun así, se me va el día cazando historias y contando cuentos. Sí. Así de bonito es mi aislamiento. Madrugo todos los días para devorar los últimos detalles de la pandemia, mando un par de correos electrónicos y empiezo mi acoso textual a las fuentes. Antes de la primera taza de café hago unos dos o tres enlaces telefónicos y al menos una propuesta de historia. Escribo. Sumo, cuento, dibujo, rezongo y le doy clases a mis hijos. Y luego dejamos la seriedad.

Nos arrinconamos en su cuarto y dejamos a la imaginación volar. Nos disfrazamos y leemos cuentos… ahora también los contamos… a todos los niños del mundo, dijo Matías. Dejamos que Facebook nos acerque a los que tenemos tan lejos. Los abrazamos con emojis y carcajadas, con sonidos de animales y un colorín colorado; los abrazamos así, porque quién sabe cuándo podamos sentir su calor cerquita de nuevo. Así nos gastamos las horas. Somos los cuentacuentos.

Quizá algún día contemos juntos el de esta pandemia y en cómo las letras nos salvaron. Ellos no lo saben, pero mientras corren vestidos como Batman y Blanca Nieves, afuera la gente se está muriendo. Nuestro hogar es nuestra fortaleza y nuestros brazos el asilo... Ellos piensan que estamos luchando contra el malvado villano del coronavirus, cuando en realidad me están salvando -en cuarentena- de otro frenón drástico.

Ahora pienso distinto. No, no es exageración. Hay que cuidar mucho los ojos, la nariz, la boca, las manos, la inocencia, la alegría y el corazón, para que no se nos contagien de la indiferencia ajena, esa que no hace mucho fue nuestra.

maritzalizethfelix@gmail.com