/ martes 9 de abril de 2019

Los engañabobos

El Muro


Los únicos que creen que es posible razonar el voto son los adictos al “fentanilo político”, es decir un sector de la prensa, los analistas de café, los corrilleros, nobles ciudadanos inocentes que buscan canalizar su frustración, algunos cándidos noveles políticos.

Porque al resto –incluidos los eficaces estrategas creadores de imagen- le queda claro que una elección es un perverso juego que gana el que mejor engaña aprovechando la vulnerabilidad del elector.

En un experimento clásico (el que sirve de base para nuevas investigaciones y puede replicarse en cualquier entorno) se pidió a dos grupos, uno de entusiastas seguidores de la política, el otro integrado por expertos en ciencias sociales, definieran elementos positivos y negativos de un gobernante que admiraran. Los amateurs como era de esperarse encontraron muchas más cosas buenas en su personaje que asuntos negativos, lo sorprendente fue que los expertos protegieron a su amado político a tal grado de solo hablar de lo bueno.

El sesgo de confirmación (prestar atención solo a los puntos que fortalecen nuestra creencia) es un problema que ataca sin distingo de clase social -no es un asunto exclusivo de los cegados seguidores del Presidente-, inteligencia, preferencia política, experiencia académica, es más, un experto es propenso a incurrir en falsas apreciaciones a causa de la soberbia por exceso de confianza en su conocimiento.

Razonar el voto además de sonar cursi, es pretencioso y prácticamente imposible de llevar a cabo, por el simple hecho de que los datos requeridos para tomar una decisión equilibrada son tan vastos que no alcanza el tiempo de una persona promedio que debe distribuir en el día, diversas actividades.

Para razonar un voto necesitaríamos al menos conocer (haber leído, ya no digamos reflexionar) lo siguiente: La plataforma política de los partidos participantes, su ideología, la propuesta electoral del partido a nivel nacional (en caso de aplicar), el proyecto completo de los candidatos, para entonces sí, realizar una comparación entre los contendientes, pero sobre todo confirmar la viabilidad de las propuestas, suponiendo que cada elector es un experto en todas las áreas.

Hace miles de años a los griegos les quedó claro que no razonamos el voto, elegimos a nuestro favorito por motivaciones pedestres, así que lo primero que hicieron tras reconocer que una elección por voto ciudadano se presta a que la gane el mejor manipulador, no necesariamente el más apto para el puesto, fue crear la “Lotocracia”, una actividad en la que los aspirantes introducían su credencial electoral o “pinakia” a una máquina que seleccionaba al azar, al ganador. Así de simple, sin tanta alharaca.


El Muro


Los únicos que creen que es posible razonar el voto son los adictos al “fentanilo político”, es decir un sector de la prensa, los analistas de café, los corrilleros, nobles ciudadanos inocentes que buscan canalizar su frustración, algunos cándidos noveles políticos.

Porque al resto –incluidos los eficaces estrategas creadores de imagen- le queda claro que una elección es un perverso juego que gana el que mejor engaña aprovechando la vulnerabilidad del elector.

En un experimento clásico (el que sirve de base para nuevas investigaciones y puede replicarse en cualquier entorno) se pidió a dos grupos, uno de entusiastas seguidores de la política, el otro integrado por expertos en ciencias sociales, definieran elementos positivos y negativos de un gobernante que admiraran. Los amateurs como era de esperarse encontraron muchas más cosas buenas en su personaje que asuntos negativos, lo sorprendente fue que los expertos protegieron a su amado político a tal grado de solo hablar de lo bueno.

El sesgo de confirmación (prestar atención solo a los puntos que fortalecen nuestra creencia) es un problema que ataca sin distingo de clase social -no es un asunto exclusivo de los cegados seguidores del Presidente-, inteligencia, preferencia política, experiencia académica, es más, un experto es propenso a incurrir en falsas apreciaciones a causa de la soberbia por exceso de confianza en su conocimiento.

Razonar el voto además de sonar cursi, es pretencioso y prácticamente imposible de llevar a cabo, por el simple hecho de que los datos requeridos para tomar una decisión equilibrada son tan vastos que no alcanza el tiempo de una persona promedio que debe distribuir en el día, diversas actividades.

Para razonar un voto necesitaríamos al menos conocer (haber leído, ya no digamos reflexionar) lo siguiente: La plataforma política de los partidos participantes, su ideología, la propuesta electoral del partido a nivel nacional (en caso de aplicar), el proyecto completo de los candidatos, para entonces sí, realizar una comparación entre los contendientes, pero sobre todo confirmar la viabilidad de las propuestas, suponiendo que cada elector es un experto en todas las áreas.

Hace miles de años a los griegos les quedó claro que no razonamos el voto, elegimos a nuestro favorito por motivaciones pedestres, así que lo primero que hicieron tras reconocer que una elección por voto ciudadano se presta a que la gane el mejor manipulador, no necesariamente el más apto para el puesto, fue crear la “Lotocracia”, una actividad en la que los aspirantes introducían su credencial electoral o “pinakia” a una máquina que seleccionaba al azar, al ganador. Así de simple, sin tanta alharaca.