/ martes 18 de agosto de 2020

Malabarista del tiempo

CRUZANDO LÍNEAS

Las alarmas suenan cada hora con 20 minutos. Hay que ingresar a una página de internet para decir presente y luego apresurarse a otra para entrar a las clases virtuales.

Instrucciones, ejercicios, un receso corto y luego volvemos a empezar. De 7:40 de la mañana a 3:15 de la tarde se nos va el día entre seis u ocho materias. Luego hacemos tareas. Quisiera tener un receso corto - de unos 5 minutos- para esconderme en el baño y llorar, pero entonces no alcanzaría a revisar correos o hacer una llamada telefónica entre clases.

Ya de plano cancelé mis juntas en horario escolar. Me costó aceptarlo, pero no puedo con todo; no hoy, no esta semana, no en la pandemia. Hola, soy Maritza y soy humana. Me siento como una malabarista a la que le caen las pelotas encima. Las escuelas no estaban preparadas para el regreso a clases y nosotros tampoco. Estamos confundidos, con el cerebro y los ojos cansados.

La planeación escolar no tomó en cuenta el comportamiento humano, la fatiga cibernética, la sensibilidad emocional desnudada por la pandemia, los recursos tecnológicos limitados, las necesidades básicas, las obligaciones laborales y la escasez de paciencia.

Quizá mañana ya pueda tener todo bajo control, pero hoy he fallado en balancear mi vida laboral con las clases virtuales. No logro cachar las pelotas en el aire. Lo hago todo a medias y me convierto en una sombra ojerosa y hastiada. No soy la única ni estoy tan peor. En la maestra de mis hijos puedo ver en su rostro el agobio y el agotamiento, pero ella disimula mejor, no explota y se aguanta las ganas de romper en llanto.

Y luego llega la culpa. ¿Les exijo demasiado? ¿Me autoflagelo? ¿Debí haber sido más paciente? ¿Estoy siendo demasiado relajada? Quizá si no durmiera podría hacerlo. Pero mi cuerpo ya no se acuerda cuándo fue la última vez que tuvo más de cinco horas de sueño; son más los días que descanso menos.

Soy una mamá trabajadora en la pandemia y es lo más agotador que he hecho en mi vida. ¡Me siento tan afortunada! Sí, ¡qué contradicción! Antes, cuando tenía un empleo convencional me carcomía la culpa de estar fuera de casa y dejar que alguien más criara a mis cuates. Me consolaba con justificaciones baratas. Hoy sé que esto también pasará, que la pandemia no será eterna y que habrá valido la pena el sacrificio.

Cuando sea grande quiero ser como mamá: Es trabajadora y buena “cocinadora”, gana muchos premios y es muy empalagosa, dijo Mika. Me quiere de más, casi tanto como la abuela. Lo que más me gusta de la pandemia es que mi mamá me cuenta cuentos y me hace comida y me deja ganar en los juegos familiares y me da muchos besos.

Cuando sea grande voy a ser fotógrafo y les voy a contar historias a todos los niños del mundo como ella, respondió Matías.

Ellos me ven con otros ojos, con los que quizá me debería ver a mí misma… porque al final cada uno sobrevive a su manera.


CRUZANDO LÍNEAS

Las alarmas suenan cada hora con 20 minutos. Hay que ingresar a una página de internet para decir presente y luego apresurarse a otra para entrar a las clases virtuales.

Instrucciones, ejercicios, un receso corto y luego volvemos a empezar. De 7:40 de la mañana a 3:15 de la tarde se nos va el día entre seis u ocho materias. Luego hacemos tareas. Quisiera tener un receso corto - de unos 5 minutos- para esconderme en el baño y llorar, pero entonces no alcanzaría a revisar correos o hacer una llamada telefónica entre clases.

Ya de plano cancelé mis juntas en horario escolar. Me costó aceptarlo, pero no puedo con todo; no hoy, no esta semana, no en la pandemia. Hola, soy Maritza y soy humana. Me siento como una malabarista a la que le caen las pelotas encima. Las escuelas no estaban preparadas para el regreso a clases y nosotros tampoco. Estamos confundidos, con el cerebro y los ojos cansados.

La planeación escolar no tomó en cuenta el comportamiento humano, la fatiga cibernética, la sensibilidad emocional desnudada por la pandemia, los recursos tecnológicos limitados, las necesidades básicas, las obligaciones laborales y la escasez de paciencia.

Quizá mañana ya pueda tener todo bajo control, pero hoy he fallado en balancear mi vida laboral con las clases virtuales. No logro cachar las pelotas en el aire. Lo hago todo a medias y me convierto en una sombra ojerosa y hastiada. No soy la única ni estoy tan peor. En la maestra de mis hijos puedo ver en su rostro el agobio y el agotamiento, pero ella disimula mejor, no explota y se aguanta las ganas de romper en llanto.

Y luego llega la culpa. ¿Les exijo demasiado? ¿Me autoflagelo? ¿Debí haber sido más paciente? ¿Estoy siendo demasiado relajada? Quizá si no durmiera podría hacerlo. Pero mi cuerpo ya no se acuerda cuándo fue la última vez que tuvo más de cinco horas de sueño; son más los días que descanso menos.

Soy una mamá trabajadora en la pandemia y es lo más agotador que he hecho en mi vida. ¡Me siento tan afortunada! Sí, ¡qué contradicción! Antes, cuando tenía un empleo convencional me carcomía la culpa de estar fuera de casa y dejar que alguien más criara a mis cuates. Me consolaba con justificaciones baratas. Hoy sé que esto también pasará, que la pandemia no será eterna y que habrá valido la pena el sacrificio.

Cuando sea grande quiero ser como mamá: Es trabajadora y buena “cocinadora”, gana muchos premios y es muy empalagosa, dijo Mika. Me quiere de más, casi tanto como la abuela. Lo que más me gusta de la pandemia es que mi mamá me cuenta cuentos y me hace comida y me deja ganar en los juegos familiares y me da muchos besos.

Cuando sea grande voy a ser fotógrafo y les voy a contar historias a todos los niños del mundo como ella, respondió Matías.

Ellos me ven con otros ojos, con los que quizá me debería ver a mí misma… porque al final cada uno sobrevive a su manera.