/ martes 8 de diciembre de 2020

Morir por vivir

CRUZANDO LÍNEAS

Arizona.- Qué difícil es esto de la nostalgia en la pandemia… dan ganas de abrazar y no soltar, de acercarnos, acurrucarnos y cobijarnos con calor humano. Pero el frío se nos cuela y nos hace tiritar el alma. ¿Hasta cuándo? Hay días que calan más que otros.

Hemos aprendido a consolarnos en silencio, detrás de pantallas de salvación o perdición. Celebramos así también cumpleaños en soledad, aniversarios en casa, graduaciones en línea, Día de Acción de Gracias en intimidad, nacimientos por Facetime, ¿Navidad en pijamas? Llega el momento de plantearnos los propósitos de Año Nuevo cuando el 2020 no nos ha dejado cumplir los viejos, pero ahora no nos preguntamos a dónde se nos fue el tiempo, lo sabemos bien, lo tenemos encapsulado en una cuarentena sin fin.

Y luego vemos a los otros, los que viven a pesar y en contra de todo en riesgo, sin miedo. A veces los envidiamos en silencio. El cansancio nos da ganas de aventarlo todo al diablo; de arrancarnos los cubrebocas, de viajar, besar, apapachar, un apretón de manos y acercarnos más y más. Hasta que pasa algo: Una tos seca, un niño con gripe severa, un amigo transportado en helicóptero de emergencia al hospital por una neumonía severa o un abuelo en las últimas con ventilador a punto de ser desconectado. Sentimos un golpe seco en la boca del estómago. ¿Sería acaso…? Y regresamos la cinta.

Ese “estamos en confianza” se convirtió en una sentencia de muerte ajena. Solo cuando lo vemos tan cerca, cuando aspiramos ese último aliento, es que lo entendemos todo: Morimos por vivir y matamos por morir. Esta es la pandemia. Aquí no hay nada justo. Eso me da miedo, mucho.

Estoy del otro lado del muro y añoro las tardes de villancicos en casa, en ese hogar que cerca de Navidad huele a galletas de nuez, tamales, sopa para los niños y calentón de gas. Extraño las carcajadas de los primos, las travesuras de los sobrinos, las ocurrencias de mi hermano, las noches de juerga con mis amigos, envolver regalos y chocolate caliente… Extraño a mi mamá y a mis muertos. No, los recuerdos no me bastan; a veces me duelen.

El coronavirus nos obligó a detenernos, pero la vida no se puso en pausa… ni nuestros demonios, para ellos esto del aislamiento es una fiesta. Cuesta domarlos, más cuando se acercan esos días que significan tanto: El día que murió papá, el cumpleaños del tío que ya no está, Navidad, Año Nuevo y todo el tiempo de en medio. Esos momentos cuando una caricia salva y un abrazo se convierte en una tregua temporal con lo que nos carcome por dentro.

Así que ahora, tan lejos, del otro lado del muro, cruzan solo mis líneas y mis pensamientos, las ganas y la nostalgia. Prefiero vivir por vivir, porque los quiero tanto. Quizá mañana.

maritzalizethfelix@gmail.com


CRUZANDO LÍNEAS

Arizona.- Qué difícil es esto de la nostalgia en la pandemia… dan ganas de abrazar y no soltar, de acercarnos, acurrucarnos y cobijarnos con calor humano. Pero el frío se nos cuela y nos hace tiritar el alma. ¿Hasta cuándo? Hay días que calan más que otros.

Hemos aprendido a consolarnos en silencio, detrás de pantallas de salvación o perdición. Celebramos así también cumpleaños en soledad, aniversarios en casa, graduaciones en línea, Día de Acción de Gracias en intimidad, nacimientos por Facetime, ¿Navidad en pijamas? Llega el momento de plantearnos los propósitos de Año Nuevo cuando el 2020 no nos ha dejado cumplir los viejos, pero ahora no nos preguntamos a dónde se nos fue el tiempo, lo sabemos bien, lo tenemos encapsulado en una cuarentena sin fin.

Y luego vemos a los otros, los que viven a pesar y en contra de todo en riesgo, sin miedo. A veces los envidiamos en silencio. El cansancio nos da ganas de aventarlo todo al diablo; de arrancarnos los cubrebocas, de viajar, besar, apapachar, un apretón de manos y acercarnos más y más. Hasta que pasa algo: Una tos seca, un niño con gripe severa, un amigo transportado en helicóptero de emergencia al hospital por una neumonía severa o un abuelo en las últimas con ventilador a punto de ser desconectado. Sentimos un golpe seco en la boca del estómago. ¿Sería acaso…? Y regresamos la cinta.

Ese “estamos en confianza” se convirtió en una sentencia de muerte ajena. Solo cuando lo vemos tan cerca, cuando aspiramos ese último aliento, es que lo entendemos todo: Morimos por vivir y matamos por morir. Esta es la pandemia. Aquí no hay nada justo. Eso me da miedo, mucho.

Estoy del otro lado del muro y añoro las tardes de villancicos en casa, en ese hogar que cerca de Navidad huele a galletas de nuez, tamales, sopa para los niños y calentón de gas. Extraño las carcajadas de los primos, las travesuras de los sobrinos, las ocurrencias de mi hermano, las noches de juerga con mis amigos, envolver regalos y chocolate caliente… Extraño a mi mamá y a mis muertos. No, los recuerdos no me bastan; a veces me duelen.

El coronavirus nos obligó a detenernos, pero la vida no se puso en pausa… ni nuestros demonios, para ellos esto del aislamiento es una fiesta. Cuesta domarlos, más cuando se acercan esos días que significan tanto: El día que murió papá, el cumpleaños del tío que ya no está, Navidad, Año Nuevo y todo el tiempo de en medio. Esos momentos cuando una caricia salva y un abrazo se convierte en una tregua temporal con lo que nos carcome por dentro.

Así que ahora, tan lejos, del otro lado del muro, cruzan solo mis líneas y mis pensamientos, las ganas y la nostalgia. Prefiero vivir por vivir, porque los quiero tanto. Quizá mañana.

maritzalizethfelix@gmail.com