/ domingo 27 de septiembre de 2020

Relato de un bracero en Mexicali

La Espiga


Agripino fue contratado como bracero en Guadalajara. A sus 22 años nunca había viajado en ferrocarril hasta que abordó el tren que lo trajo a la frontera norte del país: A Nogales, Sonora y de ahí a Tucson, Arizona y luego a Yuma, todo con la ilusión de ganar dólares y darle un futuro mejor a su familia.

El 12 de julio de 1948 inició su largo camino hacia una nueva vida. El plan era el siguiente: Primero él se vendría solo ya contratado para trabajar en ranchos agrícolas de Arizona. Con algo de dinero ahorrado enviaría por la familia para iniciar un destino diferente al de sus parientes, siempre atados al triste destino de jornaleros-esclavos mal pagados, sin educación ni salud ni vivienda, ni nada de las comodidades que se anunciaban por radio.

Lo más relevante de su viaje fue adentrarse en el desierto del Norte de Sonora; nunca antes había conocido el desierto…madre mía…era como si los arenales ardiendo se derritieran a su paso. De día y de noche el calor imponía su ley; los paisanos no paraban de sudar y muchos caían desmayados por el sofoco padecido en los vagones. Luego el trámite con los agentes fronterizos gringos empeñados en ‘fumigarnos’ de la cabeza a los pies, desnudos y con ganas de insultar a los médicos que nos vacunaban y revisaban como si fuéramos reses camino a los corrales, a la tierra de la libertad y las oportunidades.

Primero fue Tucson, después Yuma, Arizona…sorprendentes los inmensos cultivos de alimentos de todo tipo, cosechados en pleno desierto, bajo el sol inclemente con sistemas de riego nunca vistos allá en mi país.

Después de dos años de trabajos variados con los rancheros americanos, mi familia logró llegar a un pueblo del que no conocíamos nada: Mexicali, pegado a la línea fronteriza y con muchas oportunidades de trabajo.

Mi mujer estaba sorprendida porque en Mexicali la gente dormía afuera de sus casas, con las puertas abiertas y sin temor a los rateros; las calles eran anchas y hasta los pobres podían tener un carro de segunda mano, pero en buenas condiciones. Toda la comida y la ropa la compraban “al otro lado” como decían las personas que cruzaban la frontera para hacerse de zapatos, camisas, radios y hasta abanicos para el calor.

Agripino decide reunirse con su familia en Mexicali. Era el año 1950, el pueblo vivía entre nubes de polvo y calles lodosas, pero se vivía bien, no faltaba la comida, el trabajo y la escuela para los chamacos. En el barrio de Loma Linda se consiguió un cuarto para acomodar a la gente. En pleno calorón los vecinos se subían a los techos de sus viviendas para pasar las noches, no había agua por tubería, se tenía que salir con un balde y llenarlo de agua disponible en pequeños canales en los cuales hasta se podían pescar bagres y carpas.

En las calles no había pavimento y el cuarto familiar no contaba con electricidad; se usaban lámparas y estufas de petróleo. Todo el cuarto olía a petróleo, pero no lo notábamos, éramos felices porque ya teníamos un nuevo destino de vida en la frontera…en Mexicali.

La Espiga


Agripino fue contratado como bracero en Guadalajara. A sus 22 años nunca había viajado en ferrocarril hasta que abordó el tren que lo trajo a la frontera norte del país: A Nogales, Sonora y de ahí a Tucson, Arizona y luego a Yuma, todo con la ilusión de ganar dólares y darle un futuro mejor a su familia.

El 12 de julio de 1948 inició su largo camino hacia una nueva vida. El plan era el siguiente: Primero él se vendría solo ya contratado para trabajar en ranchos agrícolas de Arizona. Con algo de dinero ahorrado enviaría por la familia para iniciar un destino diferente al de sus parientes, siempre atados al triste destino de jornaleros-esclavos mal pagados, sin educación ni salud ni vivienda, ni nada de las comodidades que se anunciaban por radio.

Lo más relevante de su viaje fue adentrarse en el desierto del Norte de Sonora; nunca antes había conocido el desierto…madre mía…era como si los arenales ardiendo se derritieran a su paso. De día y de noche el calor imponía su ley; los paisanos no paraban de sudar y muchos caían desmayados por el sofoco padecido en los vagones. Luego el trámite con los agentes fronterizos gringos empeñados en ‘fumigarnos’ de la cabeza a los pies, desnudos y con ganas de insultar a los médicos que nos vacunaban y revisaban como si fuéramos reses camino a los corrales, a la tierra de la libertad y las oportunidades.

Primero fue Tucson, después Yuma, Arizona…sorprendentes los inmensos cultivos de alimentos de todo tipo, cosechados en pleno desierto, bajo el sol inclemente con sistemas de riego nunca vistos allá en mi país.

Después de dos años de trabajos variados con los rancheros americanos, mi familia logró llegar a un pueblo del que no conocíamos nada: Mexicali, pegado a la línea fronteriza y con muchas oportunidades de trabajo.

Mi mujer estaba sorprendida porque en Mexicali la gente dormía afuera de sus casas, con las puertas abiertas y sin temor a los rateros; las calles eran anchas y hasta los pobres podían tener un carro de segunda mano, pero en buenas condiciones. Toda la comida y la ropa la compraban “al otro lado” como decían las personas que cruzaban la frontera para hacerse de zapatos, camisas, radios y hasta abanicos para el calor.

Agripino decide reunirse con su familia en Mexicali. Era el año 1950, el pueblo vivía entre nubes de polvo y calles lodosas, pero se vivía bien, no faltaba la comida, el trabajo y la escuela para los chamacos. En el barrio de Loma Linda se consiguió un cuarto para acomodar a la gente. En pleno calorón los vecinos se subían a los techos de sus viviendas para pasar las noches, no había agua por tubería, se tenía que salir con un balde y llenarlo de agua disponible en pequeños canales en los cuales hasta se podían pescar bagres y carpas.

En las calles no había pavimento y el cuarto familiar no contaba con electricidad; se usaban lámparas y estufas de petróleo. Todo el cuarto olía a petróleo, pero no lo notábamos, éramos felices porque ya teníamos un nuevo destino de vida en la frontera…en Mexicali.