/ miércoles 2 de septiembre de 2020

Todos somos prejuiciosos

El Muro


Los prejuicios salvan vidas. Toparse repentinamente con tres personas vestidas con pantalón holgado, camiseta de tirantes, tatuajes en el dorso, torso, antebrazos, brazos, con mirada amenazadora, provoca alerta, así que lo razonable sería evitar el encuentro.

La amígdala cerebral nos advierte que hay riesgo latente, sumado a que según lo aprendido en las noticias una conducta anti social está relacionada mayoritariamente a personas como las que tenemos casi de frente, mientras una conducta “exitosa” está asociada a personas blancas vistiendo ropa de diseñador. No hay tiempo para detenernos a comprobar si en realidad son buenas personas o unos fantoches miedosos que visten de esa forma para inspirar respeto o malandrines.

Miles de años atrás en un ambiente sin control, la convivencia era solo entre miembros del clan. La presencia de alguien extraño significaba problemas. Cualquier figura que se viera desde lejos representaba una amenaza, ya que podría ser un animal o un enemigo que venía a apoderarse de las pertenencias, por lo cual debía ser eliminado.

El prejuicio bueno en realidad se trata de un mecanismo cerebral que actúa automáticamente, resulta muy útil. Emitir un juicio sobre el prójimo en nuestro yo interno, antes siquiera de conocerlo evita pasar un mal rato. Existen prejuicios que terminan bien (“cuando te vi la primera vez me caíste gorda”). Lo que es destructivo es hacer público nuestros diálogos internos, descalificar, opinar sin razonar. Todos somos prejuiciosos.

Nadie en su sano juicio se atrevería a molestar a un tipo de un metro noventa de estatura, brazos musculosos llenos de tatuajes que camina con mirada amenazadora. En una ocasión me tocó ver en el centro de la ciudad, cómo un grupo de mexicanos hizo burla de un chino vendedor ambulante, incluso uno de ellos le metió el pie intentando que cayera. Ninguno se atrevería hacerle eso a un haitiano o a alguien de su misma complexión, ya no digamos a alguien más corpulento. Tratamos como vemos.

De ese mecanismo se aprovechan algunos criminales demasiado listos. Hay gente que utiliza niños para entrar a robar en un mercado, porque quién sospecharía de un noble padre de familia que acude a surtir su mandado acompañado de su prole. O las personas que usan el poder de seducción para timar. No hay razón para creer que una dama bien vestida, bonita, perfumada nos robaría el dinero.

Conviene aceptar el comportamiento básico de la mente y la tendencia a incurrir en errores de razonamiento para evitar victimizarnos cuando un funcionario con escasa habilidad comunicativa, establezca falsas correlaciones (un tatuado tiende a terminar mal, aunque no sea por los tatuajes), algo que por cierto cualquiera de nosotros hacemos en privado para tratar de entender porqué ocurrió un hecho violento y en lo que casi siempre acertamos…


El Muro


Los prejuicios salvan vidas. Toparse repentinamente con tres personas vestidas con pantalón holgado, camiseta de tirantes, tatuajes en el dorso, torso, antebrazos, brazos, con mirada amenazadora, provoca alerta, así que lo razonable sería evitar el encuentro.

La amígdala cerebral nos advierte que hay riesgo latente, sumado a que según lo aprendido en las noticias una conducta anti social está relacionada mayoritariamente a personas como las que tenemos casi de frente, mientras una conducta “exitosa” está asociada a personas blancas vistiendo ropa de diseñador. No hay tiempo para detenernos a comprobar si en realidad son buenas personas o unos fantoches miedosos que visten de esa forma para inspirar respeto o malandrines.

Miles de años atrás en un ambiente sin control, la convivencia era solo entre miembros del clan. La presencia de alguien extraño significaba problemas. Cualquier figura que se viera desde lejos representaba una amenaza, ya que podría ser un animal o un enemigo que venía a apoderarse de las pertenencias, por lo cual debía ser eliminado.

El prejuicio bueno en realidad se trata de un mecanismo cerebral que actúa automáticamente, resulta muy útil. Emitir un juicio sobre el prójimo en nuestro yo interno, antes siquiera de conocerlo evita pasar un mal rato. Existen prejuicios que terminan bien (“cuando te vi la primera vez me caíste gorda”). Lo que es destructivo es hacer público nuestros diálogos internos, descalificar, opinar sin razonar. Todos somos prejuiciosos.

Nadie en su sano juicio se atrevería a molestar a un tipo de un metro noventa de estatura, brazos musculosos llenos de tatuajes que camina con mirada amenazadora. En una ocasión me tocó ver en el centro de la ciudad, cómo un grupo de mexicanos hizo burla de un chino vendedor ambulante, incluso uno de ellos le metió el pie intentando que cayera. Ninguno se atrevería hacerle eso a un haitiano o a alguien de su misma complexión, ya no digamos a alguien más corpulento. Tratamos como vemos.

De ese mecanismo se aprovechan algunos criminales demasiado listos. Hay gente que utiliza niños para entrar a robar en un mercado, porque quién sospecharía de un noble padre de familia que acude a surtir su mandado acompañado de su prole. O las personas que usan el poder de seducción para timar. No hay razón para creer que una dama bien vestida, bonita, perfumada nos robaría el dinero.

Conviene aceptar el comportamiento básico de la mente y la tendencia a incurrir en errores de razonamiento para evitar victimizarnos cuando un funcionario con escasa habilidad comunicativa, establezca falsas correlaciones (un tatuado tiende a terminar mal, aunque no sea por los tatuajes), algo que por cierto cualquiera de nosotros hacemos en privado para tratar de entender porqué ocurrió un hecho violento y en lo que casi siempre acertamos…