/ sábado 19 de febrero de 2022

Y los años pasan… y se van

V I E N T O S

Soy un puño cerrado apretando recuerdos entre la desigual lucha que todos los vivos enfrentamos al final. Ahí, en el espacio incómodo del puño existencial, los recuerdos devorándome por no haberlos apretado y escrito en el momento oportuno.

Recuerdos, un poco de memoria, desfile de fantasmas que aún me tocan reclamando su rentalización en más palabras. Fernando Verdugo Brambila, mi primo hermano; Arturo González Montreal, mi tío de un año menor; todos y más esperando el estofado de cahuama, el desentierro de las cabezas de res del oprobioso cocimiento de sus carnes en aquel agujero de fiesta que empezaba con el entierro, una noche anterior y al mediodía siguiente, con las tortillas de harina que mi abuela Isabel González de Verdugo ya no hacía desde que perdió su brazo izquierdo desde la rama quebradiza de la higuera de los frutos negros que no soportó su peso, hoy torteaban mi madre y alguna de sus hermanas solteras como Demetria, la “beibi”, que desaparecían en los filósofos dientes de los tragones “machos” que ya trasegaban vinos, mezcales y tequilas en el alborozo de una numerosa familia que, con rapidez y entusiasmo, daba cuenta de los cachetes, ojos, lengua y sesos de las cabezas o las carnes de los pechos de las cahuamas que mi abuelo Melquiades cocinaba con tiempos preciso que fijó.

Foto: Ilustrativa |Freepik / @jcomp

Nosotros, los niños, aprendíamos con grandes manifestaciones de júbilo la ingesta de los azotillos y con prelación la sangre del quelonio asesinado combinado con vino “para vivir muchos años” poniendo de aval al tatita que vivió 128 años, aunque entonces era un joven de apenas 100 años de vida y una dentadura de veinte…

La casona que mis abuelos maternos construyeron, como más tarde las casitas multiplicadas en cuartos para dar cabida al proceso incremental de la familia, sentado todo en un lote de 25 metros de ancho por 50 de fondo, albergaba además un abigarrado conjunto de árboles frutales: dos higueras (higos negros e higos verdes), dos granados, un chabacano, dos duraznos, un albérchigo y dos morales: uno de fruta morada, casi negra, y otro de fruta roja. Pero además, atrás y al fondo, ahí en donde hacíamos frontera con el terreno y casa de la familia Preciado, los “güeros” deportistas, una sandía que ignoro si alguna vez rindió frutos. Y claro, calabazas, cebollines, rábanos y zanahorias. Y pegados al cerco sureño, bajo el goteo de una llave de agua descompuesta, una mata que daba un fruto un poco amargo cuyo nombre se me escapa.

La carne de res del consumo cotidiano la proveía mi abuelo Melquiades, quien era director del Rastro Delegacional. La harina para las tortillas de harina mi tío Raymundo la proveía, pues era molinero en la industria harinera de don Manuel Ezroj, la cual era parte de su salario. La manteca solo la recordarán mentes más lúcidas si aún viven al cuento. Tal vez Delia Verdugo Brambila, mi prima hermana de buena memoria y mi segunda existente en longevidad.

Largos y a veces dolorosos recuerdos. Unos por traer viejos vientos e historias que salen del fondo de las arrugas del tiempo. Otras las amarguras de ayer apenas, pero que van atando en cada arruga el tiempo de los Beltrán, de los González Montreal, de los Cota vecinos como los Blancos que se sumaron a la familia.... recuerdos, muchos recuerdos.... y muchos años de vivir soñando.

jaimepardo1928@gmail.com

V I E N T O S

Soy un puño cerrado apretando recuerdos entre la desigual lucha que todos los vivos enfrentamos al final. Ahí, en el espacio incómodo del puño existencial, los recuerdos devorándome por no haberlos apretado y escrito en el momento oportuno.

Recuerdos, un poco de memoria, desfile de fantasmas que aún me tocan reclamando su rentalización en más palabras. Fernando Verdugo Brambila, mi primo hermano; Arturo González Montreal, mi tío de un año menor; todos y más esperando el estofado de cahuama, el desentierro de las cabezas de res del oprobioso cocimiento de sus carnes en aquel agujero de fiesta que empezaba con el entierro, una noche anterior y al mediodía siguiente, con las tortillas de harina que mi abuela Isabel González de Verdugo ya no hacía desde que perdió su brazo izquierdo desde la rama quebradiza de la higuera de los frutos negros que no soportó su peso, hoy torteaban mi madre y alguna de sus hermanas solteras como Demetria, la “beibi”, que desaparecían en los filósofos dientes de los tragones “machos” que ya trasegaban vinos, mezcales y tequilas en el alborozo de una numerosa familia que, con rapidez y entusiasmo, daba cuenta de los cachetes, ojos, lengua y sesos de las cabezas o las carnes de los pechos de las cahuamas que mi abuelo Melquiades cocinaba con tiempos preciso que fijó.

Foto: Ilustrativa |Freepik / @jcomp

Nosotros, los niños, aprendíamos con grandes manifestaciones de júbilo la ingesta de los azotillos y con prelación la sangre del quelonio asesinado combinado con vino “para vivir muchos años” poniendo de aval al tatita que vivió 128 años, aunque entonces era un joven de apenas 100 años de vida y una dentadura de veinte…

La casona que mis abuelos maternos construyeron, como más tarde las casitas multiplicadas en cuartos para dar cabida al proceso incremental de la familia, sentado todo en un lote de 25 metros de ancho por 50 de fondo, albergaba además un abigarrado conjunto de árboles frutales: dos higueras (higos negros e higos verdes), dos granados, un chabacano, dos duraznos, un albérchigo y dos morales: uno de fruta morada, casi negra, y otro de fruta roja. Pero además, atrás y al fondo, ahí en donde hacíamos frontera con el terreno y casa de la familia Preciado, los “güeros” deportistas, una sandía que ignoro si alguna vez rindió frutos. Y claro, calabazas, cebollines, rábanos y zanahorias. Y pegados al cerco sureño, bajo el goteo de una llave de agua descompuesta, una mata que daba un fruto un poco amargo cuyo nombre se me escapa.

La carne de res del consumo cotidiano la proveía mi abuelo Melquiades, quien era director del Rastro Delegacional. La harina para las tortillas de harina mi tío Raymundo la proveía, pues era molinero en la industria harinera de don Manuel Ezroj, la cual era parte de su salario. La manteca solo la recordarán mentes más lúcidas si aún viven al cuento. Tal vez Delia Verdugo Brambila, mi prima hermana de buena memoria y mi segunda existente en longevidad.

Largos y a veces dolorosos recuerdos. Unos por traer viejos vientos e historias que salen del fondo de las arrugas del tiempo. Otras las amarguras de ayer apenas, pero que van atando en cada arruga el tiempo de los Beltrán, de los González Montreal, de los Cota vecinos como los Blancos que se sumaron a la familia.... recuerdos, muchos recuerdos.... y muchos años de vivir soñando.

jaimepardo1928@gmail.com