/ martes 7 de mayo de 2024

Cruzando Líneas | La niña que soy

De niña quise ser muchas cosas: Presidenta, veterinaria, bailarina profesional y hasta monja. Hoy doy gracias porque no me logré como lo imaginé; mi vida ha sido mucho más vibrante y aventurera de lo que alcanzaba a soñar cuando era pequeña y más inocente. ¡Qué fortuna! ¿Tú te convertiste en eso con lo que fantaseabas cuando eras chico?

Foto: Imagen Ilustrativa | Freepik

Sé que jamás podré sentarme frente a la niña que fui y tampoco quiero hacerlo. A veces me crispan los nervios cuando escucho la pregunta ¿qué le dirías a esa pequeña sobre la persona en la que te has convertido? ¡Nada! Esa es mi respuesta. No le quitaría la capacidad de asombro ni su maravillosa imaginación que me tiene hoy parada aquí, en donde quiero y debo estar. Al contrario, si tuviera la oportunidad de charlar con esa pequeña, me la acabaría a preguntas. Quisiera que ella me contara más, que soñara conmigo en voz alta, que siguiera escribiendo y que yo pudiera leer sus poemas y sus notas y que me dejara a mí ese regalo de no olvidar. Quisiera que me ayudara a recordar tanto. No volvería jamás para robarle la infancia.

Si pudiera regresar el tiempo, sería un testigo de sus caídas y raspones, de las lágrimas de cocodrilo y algunas mentiras piadosas; la dejaría volver a tropezarse y enamorarse como lo hizo. Y lo guardaría en lo más fresco de mi corazón para revivir la intensidad que sólo nos da el saber que siempre hay algo por delante. Lo único que nos salva de la vida son las ganas de vivirla.

Si se vale una confesión, en realidad creo que no he dejado de ser la niña que fui. A veces la veo en el espejo. Hay días que la descubro en miradas pícaras que se cuelan en fotos y reflejos mientras planeo travesuras y me engolosino con complicidad. Aún nos enciende la idea de cómo vamos a saltar sabiendo que nos cacharemos a nosotras mismas y cómo descubriremos el mundo mientras están húmedas nuestras plumas.

Sé que la niña de mi corazón está ahí, aunque a veces la adormece la rutina o la responsabilidad. Pero la disfruto en los viajes y en los álbumes de fotos familiares, borrosas y descoloridas. Y cuando la recuerdo, me pillo sonriendo con la misma sagacidad que cuando tenía 7 años y pasaba las noches imaginando lo maravilloso que sería poder volar y disfrazarme con un traje de invisibilidad. ¿Soy la única? A ella le temblaba los sueños y a mí los dedos por vivir escribiéndolos.

Entonces confirmo que soy el cúmulo de sueños que nunca supe que tenía, pero que hoy vivo; soy una montaña de recuerdos y de anhelos que no dejé que se me escaparan en la madurez. Soy las ganas de brincar en charcos y la seriedad de construir puentes humanos. Soy el deseo inmortal de no olvidar. Soy el fervor de saber que nací del amor y tener la bendición de haber cargado otras inocencias en el vientre y ahora en los brazos. Soy la niña que fui y los niños que tengo prestados. Soy la capacidad de asombro que tiene la fortuna de envejecer y redescubrirse en los años.


De niña quise ser muchas cosas: Presidenta, veterinaria, bailarina profesional y hasta monja. Hoy doy gracias porque no me logré como lo imaginé; mi vida ha sido mucho más vibrante y aventurera de lo que alcanzaba a soñar cuando era pequeña y más inocente. ¡Qué fortuna! ¿Tú te convertiste en eso con lo que fantaseabas cuando eras chico?

Foto: Imagen Ilustrativa | Freepik

Sé que jamás podré sentarme frente a la niña que fui y tampoco quiero hacerlo. A veces me crispan los nervios cuando escucho la pregunta ¿qué le dirías a esa pequeña sobre la persona en la que te has convertido? ¡Nada! Esa es mi respuesta. No le quitaría la capacidad de asombro ni su maravillosa imaginación que me tiene hoy parada aquí, en donde quiero y debo estar. Al contrario, si tuviera la oportunidad de charlar con esa pequeña, me la acabaría a preguntas. Quisiera que ella me contara más, que soñara conmigo en voz alta, que siguiera escribiendo y que yo pudiera leer sus poemas y sus notas y que me dejara a mí ese regalo de no olvidar. Quisiera que me ayudara a recordar tanto. No volvería jamás para robarle la infancia.

Si pudiera regresar el tiempo, sería un testigo de sus caídas y raspones, de las lágrimas de cocodrilo y algunas mentiras piadosas; la dejaría volver a tropezarse y enamorarse como lo hizo. Y lo guardaría en lo más fresco de mi corazón para revivir la intensidad que sólo nos da el saber que siempre hay algo por delante. Lo único que nos salva de la vida son las ganas de vivirla.

Si se vale una confesión, en realidad creo que no he dejado de ser la niña que fui. A veces la veo en el espejo. Hay días que la descubro en miradas pícaras que se cuelan en fotos y reflejos mientras planeo travesuras y me engolosino con complicidad. Aún nos enciende la idea de cómo vamos a saltar sabiendo que nos cacharemos a nosotras mismas y cómo descubriremos el mundo mientras están húmedas nuestras plumas.

Sé que la niña de mi corazón está ahí, aunque a veces la adormece la rutina o la responsabilidad. Pero la disfruto en los viajes y en los álbumes de fotos familiares, borrosas y descoloridas. Y cuando la recuerdo, me pillo sonriendo con la misma sagacidad que cuando tenía 7 años y pasaba las noches imaginando lo maravilloso que sería poder volar y disfrazarme con un traje de invisibilidad. ¿Soy la única? A ella le temblaba los sueños y a mí los dedos por vivir escribiéndolos.

Entonces confirmo que soy el cúmulo de sueños que nunca supe que tenía, pero que hoy vivo; soy una montaña de recuerdos y de anhelos que no dejé que se me escaparan en la madurez. Soy las ganas de brincar en charcos y la seriedad de construir puentes humanos. Soy el deseo inmortal de no olvidar. Soy el fervor de saber que nací del amor y tener la bendición de haber cargado otras inocencias en el vientre y ahora en los brazos. Soy la niña que fui y los niños que tengo prestados. Soy la capacidad de asombro que tiene la fortuna de envejecer y redescubrirse en los años.