/ lunes 10 de septiembre de 2018

Billetito nuevo

El Muro


Los ginecólogos saben hoy cómo tratar la endometritis, pero llegar a eso fue un maravilloso ejercicio de inferencia, aunque en el camino fallecieron muchas mujeres.

Pero antes va un dato misteriosamente curioso que muestra los sorprendentes caminos que toman los idiomas: En la lengua celta, “gwen” significa sonrisa; en Gales se usó como sinónimo de blancura, pero también de bendecida, en el inglés antiguo cwen fue reina (queen o la esposa del rey). En la actualidad forma parte de nombres como Gwendolin o Wendy.

Sin embargo, su raíz es más antigua, protoindoeuropea, de donde los griegos la tomaron para usarla como gynaikos, en latín pasó a gynaeceum o “el cuarto de mujeres en una casa griega”. Total que en castellano llegó como gineceo para referirse al sitio donde solo hay mujeres, que dio pie al prefijo “gine” de ginecólogo con todos sus derivados, pero también como sufijo en misoginia.

En el siglo XIX, Ignaz Philipp Semmelweis era el responsable de maternidad del hospital general en Austria, donde fallecían alrededor del 10% de las mujeres debido a un mal que llamaron fiebre puerperal. El protocolo de asepsia de aquel entonces no era el que conocemos hoy: Los médicos que trataban a las parturientas eran los mismos que practicaban autopsias, lo que supuso -en una primera hipótesis- que el problema era la materia cadavérica, por lo que se recomendó desinfectar las manos.

El reto más grande llegó cuando las mujeres fallecían a pesar de ser atendidas por especialistas que no habían hecho autopsias, pero sí habían manipulado a otras enfermas, aunque no lavaron sus manos.

En la actualidad es sencillo suponer que la clave estaba en la limpieza total del área médica, pero debió ser un verdadero rompecabezas para ellos entender porqué algunas personas perdían la vida, pero otras no.

Por lo narrado, usted sabe que quien hacía autopsias fue obligado a desinfectar sus manos, pero el resto de los especialistas no, así que fueron ellos quienes movían las bacterias de mujeres enfermas a las sanas.

La parte más complicada de razonar es la tendencia a aferrarnos a nuestras creencias, lo que limita la posibilidad de explorar alternativas que mejoren nuestras conclusiones, algo que no afecta mucho, a menos que lo pongamos en esa caja de resonancia llamada redes sociales.

Han circulado diferentes versiones sobre los ajustes hechos a los billetes, relativas a que es el preámbulo de una crisis de enormes proporciones, pero se trata especulaciones simples, de teorías conspiratorias elaboradas con datos que no tienen correlación, pero que suenan coherentes.

Razonar es una de las mejores muestras de humildad porque implica el reconocimiento de la obvia limitación que todos tenemos para ser expertos en todo. El esfuerzo más grande debe comenzar en las escuelas, primordialmente en las universidades, porque serán sus egresados los futuros solucionadores de problemas. Lástima que sea justo ahí donde se fortalezcan las complacientes y deliciosas teorías “conspiranoicas”.


El Muro


Los ginecólogos saben hoy cómo tratar la endometritis, pero llegar a eso fue un maravilloso ejercicio de inferencia, aunque en el camino fallecieron muchas mujeres.

Pero antes va un dato misteriosamente curioso que muestra los sorprendentes caminos que toman los idiomas: En la lengua celta, “gwen” significa sonrisa; en Gales se usó como sinónimo de blancura, pero también de bendecida, en el inglés antiguo cwen fue reina (queen o la esposa del rey). En la actualidad forma parte de nombres como Gwendolin o Wendy.

Sin embargo, su raíz es más antigua, protoindoeuropea, de donde los griegos la tomaron para usarla como gynaikos, en latín pasó a gynaeceum o “el cuarto de mujeres en una casa griega”. Total que en castellano llegó como gineceo para referirse al sitio donde solo hay mujeres, que dio pie al prefijo “gine” de ginecólogo con todos sus derivados, pero también como sufijo en misoginia.

En el siglo XIX, Ignaz Philipp Semmelweis era el responsable de maternidad del hospital general en Austria, donde fallecían alrededor del 10% de las mujeres debido a un mal que llamaron fiebre puerperal. El protocolo de asepsia de aquel entonces no era el que conocemos hoy: Los médicos que trataban a las parturientas eran los mismos que practicaban autopsias, lo que supuso -en una primera hipótesis- que el problema era la materia cadavérica, por lo que se recomendó desinfectar las manos.

El reto más grande llegó cuando las mujeres fallecían a pesar de ser atendidas por especialistas que no habían hecho autopsias, pero sí habían manipulado a otras enfermas, aunque no lavaron sus manos.

En la actualidad es sencillo suponer que la clave estaba en la limpieza total del área médica, pero debió ser un verdadero rompecabezas para ellos entender porqué algunas personas perdían la vida, pero otras no.

Por lo narrado, usted sabe que quien hacía autopsias fue obligado a desinfectar sus manos, pero el resto de los especialistas no, así que fueron ellos quienes movían las bacterias de mujeres enfermas a las sanas.

La parte más complicada de razonar es la tendencia a aferrarnos a nuestras creencias, lo que limita la posibilidad de explorar alternativas que mejoren nuestras conclusiones, algo que no afecta mucho, a menos que lo pongamos en esa caja de resonancia llamada redes sociales.

Han circulado diferentes versiones sobre los ajustes hechos a los billetes, relativas a que es el preámbulo de una crisis de enormes proporciones, pero se trata especulaciones simples, de teorías conspiratorias elaboradas con datos que no tienen correlación, pero que suenan coherentes.

Razonar es una de las mejores muestras de humildad porque implica el reconocimiento de la obvia limitación que todos tenemos para ser expertos en todo. El esfuerzo más grande debe comenzar en las escuelas, primordialmente en las universidades, porque serán sus egresados los futuros solucionadores de problemas. Lástima que sea justo ahí donde se fortalezcan las complacientes y deliciosas teorías “conspiranoicas”.