/ miércoles 22 de julio de 2020

Chuchulucos y Covid

EL MURO

Una cita romántica de reencuentro post Covid debe tener como menú: Cheetos flamin hot, ruffles con chamoy, pizza, taquitos al pastor, pastel de chocolate y coquitas de vidrio, porque el fetuccini en salsa de trufas blancas y queso parmesano es para ricos.

La experiencia de ir a una sala de cine solo está completa cuando se consume el combo de palomitas jumbo con extra mantequilla, hot dogs con mayonesa, mostaza, chiles jalapeños, soda, chocolate. Ese acompañamiento es el que realmente le da sentido a un encierro voluntario por casi dos horas, en el que la película es lo de menos.

En la actualidad la comida chatarra está genialmente diseñada para hacernos creer que no es dañosa. La mezcla precisa de sabores, de sal, azúcar, hacen que el cerebro libere una sustancia relacionada con el placer, pero tiene un límite, así que termina por generar tolerancia y al ocurrir eso, es necesaria mayor cantidad de producto para que el cuerpo sienta el mismo gozo. Es una adicción.

Los “cracker Jack”, la combinación de palomitas y cacahuates acaramelados con un regalito sorpresa, fue el primer producto basura industrializado, en esta zona de Norteamérica. Sus creadores seguramente jamás pensaron en toda la cadena de daños colaterales que subrepticiamente sufriría la humanidad. Nunca imaginaron la correlación de productos de mínimo valor nutricional con las enfermedades crónico-degenerativas que traen de cabeza al planeta a causa del Covid.

Por si fuera poco, la comida basura tiene una enorme ventaja sobre -digamos- el brócoli como una opción de comida sana: El impacto de sus daños no se percibe a simple vista, ni a primera instancia, es algo acumulativo, pero de irreversible perjuicio. Los chuchulucos son como lobos con piel de oveja, razón por la cual a nadie se le ocurrió colocarlos en la lista de productos prohibidos en esta cuarentena.

No es que la exploración de sabores tenga algo de malo. Nuestro paladar nos ha permitido el disfrute de alimentos extraños. En el paleolítico, los neandertal consumían cachorros de elefante, pero no porque su caza fuera más sencilla que la de un adulto paquidermo, sino simplemente por el sabor (“A taste of an elephant: The probable role of elephant meat in a Paleolithic diet preferences”. Algo similar a lo que ocurre hoy con el lechón en la comida china mexicalense.

La evidencia científica muestra que una buena parte de los mexicanos tiene predisposición genética al desarrollo de diabetes –“Genetic component of type 2 diabetes in a Mexican population”- y que los hábitos de consumo alimenticio poco saludables, son el detonante. Pero en este confinamiento muchos cayeron en la trampa de culpar a la cerveza de todos los males. Lo saludablemente justo sería la existencia de controles en la producción y distribución de los chuchulucos, pero los políticos que tienen su corazoncito saben que limitar el acceso de antojos manchosos representaría más pérdidas políticas, que unas ganancias que no se alcanzarían a ver en el corto plazo.

vicmarcen09@gmail.com


EL MURO

Una cita romántica de reencuentro post Covid debe tener como menú: Cheetos flamin hot, ruffles con chamoy, pizza, taquitos al pastor, pastel de chocolate y coquitas de vidrio, porque el fetuccini en salsa de trufas blancas y queso parmesano es para ricos.

La experiencia de ir a una sala de cine solo está completa cuando se consume el combo de palomitas jumbo con extra mantequilla, hot dogs con mayonesa, mostaza, chiles jalapeños, soda, chocolate. Ese acompañamiento es el que realmente le da sentido a un encierro voluntario por casi dos horas, en el que la película es lo de menos.

En la actualidad la comida chatarra está genialmente diseñada para hacernos creer que no es dañosa. La mezcla precisa de sabores, de sal, azúcar, hacen que el cerebro libere una sustancia relacionada con el placer, pero tiene un límite, así que termina por generar tolerancia y al ocurrir eso, es necesaria mayor cantidad de producto para que el cuerpo sienta el mismo gozo. Es una adicción.

Los “cracker Jack”, la combinación de palomitas y cacahuates acaramelados con un regalito sorpresa, fue el primer producto basura industrializado, en esta zona de Norteamérica. Sus creadores seguramente jamás pensaron en toda la cadena de daños colaterales que subrepticiamente sufriría la humanidad. Nunca imaginaron la correlación de productos de mínimo valor nutricional con las enfermedades crónico-degenerativas que traen de cabeza al planeta a causa del Covid.

Por si fuera poco, la comida basura tiene una enorme ventaja sobre -digamos- el brócoli como una opción de comida sana: El impacto de sus daños no se percibe a simple vista, ni a primera instancia, es algo acumulativo, pero de irreversible perjuicio. Los chuchulucos son como lobos con piel de oveja, razón por la cual a nadie se le ocurrió colocarlos en la lista de productos prohibidos en esta cuarentena.

No es que la exploración de sabores tenga algo de malo. Nuestro paladar nos ha permitido el disfrute de alimentos extraños. En el paleolítico, los neandertal consumían cachorros de elefante, pero no porque su caza fuera más sencilla que la de un adulto paquidermo, sino simplemente por el sabor (“A taste of an elephant: The probable role of elephant meat in a Paleolithic diet preferences”. Algo similar a lo que ocurre hoy con el lechón en la comida china mexicalense.

La evidencia científica muestra que una buena parte de los mexicanos tiene predisposición genética al desarrollo de diabetes –“Genetic component of type 2 diabetes in a Mexican population”- y que los hábitos de consumo alimenticio poco saludables, son el detonante. Pero en este confinamiento muchos cayeron en la trampa de culpar a la cerveza de todos los males. Lo saludablemente justo sería la existencia de controles en la producción y distribución de los chuchulucos, pero los políticos que tienen su corazoncito saben que limitar el acceso de antojos manchosos representaría más pérdidas políticas, que unas ganancias que no se alcanzarían a ver en el corto plazo.

vicmarcen09@gmail.com